Hay autores que escriben para la clientela de las grandes superficies comerciales y otros que lo hacen pensando en los lectores. Hay novelistas obsesionados con las tendencias eventuales del mercado y otros que se esmeran por entender los universales de la literatura. Hay quien redacta cientos de folios para demostrar lo mucho que sabe y hay otros (una minoría), que acude a la tradición literaria para aprender de los grandes maestros e intentar, con humilde diligencia, seguir la huella de quienes hicieron del arte de la novela un hecho cultural imperecedero, no una moda que se mantiene unos meses y pasa al olvido sin dejar más rastro que algunos movimientos en la cuenta de resultados de cualquier editorial. O sea y en resumen: hay quien se toma este oficio en serio, como una dedicación creativa de primer nivel, y los hay que aspiran (porque su ambición no da para más), a cierto modo de vida (“ser escritor”) atractivo, glamouroso y un poquitín hortera.
Jorge Fernández Bustos pertenece a esa raza de novelistas que no se conforma con la perspectiva zascandil y casi siempre frustrante de “vender”, los que no conciben la literatura y la narrativa desraizadas de nuestro (inmenso) legado cultural, ajena al magisterio de aquellos autores decisivos que a lo largo de muchos siglos edificaron el fabuloso artificio de la literatura en lengua española. No me estoy poniendo estupendo, ni me apetece esta mañana un atracón de prosopopeya: simplemente escribo lo que pienso sobre este asunto. Si un novelista, a la hora de ponerse ante el teclado (esa antigua y obsoleta “hoja en blanco” que nadie utiliza hoy día, a excepción de Javier García Sánchez, otro de los grandes), no tiene bien presente que antes de que él empezara a juntar letras hubo maestros que escribieron La Celestina, El Lazarillo, Tirant lo Blanch o las aventuras del caballero manchego y su escudero rechoncho, en tal caso, temamos por la suerte del empeño. Si no acudimos a los autores contemporáneos que han dado prestigio a nuestras letras en el universo mundo, desde Carpentier a Vargas Llosa, de Cunqueiro a Perucho, Josep Pla, José Donoso, Espinosa, Ríos, Wiesenthal, Ferlosio, Fernández Florez… Puede que consigamos algo meritorio, no lo niego; pero el brillo genuino, auténtico, de la narrativa como arte mayor de la literatura, quedará sepultado en el bullicio triste de miles de títulos que reclaman la misma atención con argumentos menesterosos y que sugieren, en todo caso, misericordia.
Jorge, ya lo dije antes, no es de esos. Y lo ha demostrado con más que sobrada pericia con su espectacular Septimio de Ilíberis, desde mi punto de vista una obra magistral. Ejemplar. Impecable tanto por lo que expone y por el riesgo asumido al transitar los ámbitos, digamos, superiores de la novela; por cómo se desarrolla el argumento, la inusual potencia del estilo y, sobre todo, por lo que denota: un afán admirable por nutrir su obra con todo el bagaje, extraordinario, que fueron aportando los maestros de lo real maravilloso. Aclaro enseguida que no estamos hablando de una novela debitaria del realismo mágico suramericano, escuela que cuenta con iniciadores del portento (Carpentier, Miguel Ángel Asturias), aventajados epígonos (García Márquez, Mujica Láinez, Uslar Pietri), y epígonos de epígonos que no me apetece citar porque terceras partes casi nunca fueron buenas. No es ese el camino de Septimio de Ilíberis. Su autor, un escritor que hasta ahora se había ceñido al relato, las colaboraciones en publicaciones periódicas y la crónica bloguera de su otra gran pasión, el flamenco, elige con una elegancia y aptitud encomiables la senda de la imaginación, la fantasía, la historia, la erudición, la forja del lenguaje y el arte de narrar avivado por el genio inspirador que todo lo convierte en materia novelable, verosímil (“En literatura, es real todo lo que puede nombrarse”, afirmaba Torrente Ballester). Es la aventura, el drama de la vida cuando la misma vida reclama el privilegio y el derecho a ver dos palmos más allá de las narices, dos pasos más allá de la, a menudo, anodina, gris, tediosa realidad seca como una noria seca, a la que por más vueltas que dé el asno enjaezado a la percha sólo conseguirá sacar más tierra y nada de agua.
Durante cinco años residí en Sevilla, y por motivos familiares viajé a León en incontables ocasiones, recorriendo la Ruta de la Plata de un extremo a otro, conozco ese camino más de lo que me habría apetecido (el viaje era largo, la autovía estaba en obras… En fin). Septimio de Ilíberis hace la misma senda en condiciones un poco más incómodas, descabezado, en compañía, primero, de una dama muerta que no está muerta de verdad porque no existe, y después haciendo comandita viajera con el monje Serenus y su asno Lucio, quien al parecer es en realidad un caballero encantado, movedor de orejas como argucia para asentir cada vez que le recitan sentencias latinas. En un momento de la narración, la dama muerta que no está muerta, sólo mal ahorcada porque no se puede ajusticiar cabalmente por delito de sodomía a quien no existe y, además, es mujer, el prudentino Septimio, con la cabeza sujeta bajo el hombro, y un juvenil personaje que por allí pasa, debaten sobre la posibilidad de capturar la luna y encerrarla en un sombrero de fieltro negro, tal como afirma haber conseguido este efímero personaje. No queda claro si el prodigio llegó o no a consumarse, pero el caso es que esa noche la luna no comparece. Esto es literatura. No digo (porque no puedo decirlo), que sea toda la literatura, ni lo más aconsejable siquiera del hacer literario (bien difícil se presenta el empeño a quien lo intente); pero es literatura de un calado y unas poderosas reminiscencias que, de inmediato, nos remiten a la tradición heterodoxa, céltico-normanda medieval, y al magisterio y sabiduría de autores como Álvaro Cunqueiro, Joan Perucho e Italo Calvino, entre otros.
También advierto algún eco delicioso de otro gran fantaseante, el polaco Sapkowski. La madeja dorada de la creación libérrima compone un argumento “de familia” en las literaturas eslava occidental, escandinava, islandesa, anglo-germana, galaico-portuguesa y, por supuesto, grecolatina. Difícil es la opción de Jorge Fernández Bustos, en efecto, pero tan apasionante y de una tan exquisita manera alcanzada que todos los lectores amantes de la ficción, la historia compuesta según la bella metodología de lo poético y lo erudito (tan esencial, tan poco útil como todo lo que es bello), la potestad de la imaginación, el poder evocador de la fantasía y, sobre todo, la demoledora, hipnótica eficacia supra-consciente de los mitos arcanos que subyacen en la conciencia ancestral de nuestra civilización, van a agradecer mucho esta novela. Hacía mucho que no gozaba tanto una lectura. Inténtenlo, por favor.