Los relatos de “Soledades”, primera sección de El combate (1995), llevan al lector a través de la misma historia siete veces, desde la perspectiva de siete personajes diferentes, en distintos momentos espacio-temporales: “Una voz se levantó por encima de los árboles. La reconocí, la acaricié y la sostuve en el hueco de mi mano. Y bailé con ella una danza salvaje. Era mi voz” (p. 35). Con suerte y perseverancia, el lector logra abrirse paso a través de la trama y reconstruir la narración.
El relato “Laura y el arlequín”, de la sección “Uniones”, nos abre el interior de la mente de un niño encerrado en un cuerpo de adulto. Un caso de retraso mental o autismo, asistimos a los pensamientos de un personaje que no distingue el bien y del mal: “Entre un par de almohadas construye un agujero y ahí hunde su cabecita de rizos desteñidos que en otro tiempo relumbraron como sangre, sin percatarse de que aquel subterfugio de avestruz ahonda el abismo cada vez más. Si dependiera solo de mi voluntad, le retorcería el cuello como he visto que hacen con las gallinas” (p. 99).
A través del flujo de conciencia del protagonista, el relato gira en torno a una mente torturada que se desplaza a través del tiempo, y la forma en que la memoria, la realidad y la emoción se encuentran, por turnos y de forma caleidoscópica, para recombinarse: “Abrázame fuerte, me dice, estoy temblando. Y luego agrega: tuve una pesadilla espantosa. Yo estaba sentada en la barra de un bar y un hombre horrible se abalanzó contra mí, me quería ahorcar. Espera, espera, la interrumpo. Me volteo y apago la luz. Una máscara de oscuridad oculta nuestros rostros. Laura reanuda su narración” (p. 109).
Notorios por su intransigencia y dificultad como por su maestría, los cuentos de Combates (1995-2000) (Editorial Candaya, 2009) de Ednodio Quintero (Venezuela, 1947) parecen escritos siguiendo la reflexión de Macbeth (que William Faulkner haría célebre): “la vida es un cuento / contado por un idiota, lleno de ruido y furia, / que no significa nada”. Los relatos de Combates suponen un impulso hacia la técnica pura. La decadencia se halla en el centro de su mundo mítico.
El personaje del cuento “El Sur”, de la sección El corazón ajeno (2000), no entiende lo que sucede a su alrededor. Solo narra lo que ve: “Me llamo Harold, tengo once años y mi padre es guardabosques. ¿Será que lo guarda cada noche para que los leñadores de la aldea vecina no roben los árboles?” (p. 181). Ficción detectivesca por excelencia, el lector ha de abrirse paso a través de los indicios para hallar la solución del enigma: “El Sur, el Sur. Me encanta esa palabra. Suena como el silbido del viento entre los árboles. En cambio, Norte es áspera, parece el bramido de una res. Sí, el Sur aguarda por mí, me iré esta misma noche” (p. 183).
Reducción al absurdo, la lectura del cuento “El corazón ajeno”, de la sección homónima, requiere para su comprensión la inferencia del significado. La narración se mueve en cinco momentos diferentes a través de un periodo que ocupa años, sin señal alguna que indique al lector que se ha producido un cambio en el tiempo o el espacio: “Camino al aeropuerto: no sé por qué, pero algunas veces, como ahora, me parece estar viviendo dentro de una novela de Henry James” (p. 275).
Quintero privilegia la confusión. Asistimos, de forma ininterrumpida, a la (supuesta) incoherencia dinámica y lógica del relato. Un intento de resumen de la trama de “El corazón ajeno” sería un ejercicio de futilidad; tratar de anotar sus acontecimientos línea por línea, intentar situar la narración en punto determinado en el tiempo, sería intento vano: “Un relato no acaba cuando calla el relator, continúa girando como una peonza, en el vacío o en algún lugar de la mente. Un relato, como una hoja que se desprende del árbol del conocimiento – ¡qué presumido, señor! – , tiene un haz y un envés” (p. 306).
“El corazón ajeno” se diría el proyecto de un erudito encerrado en un experimento literario ideado por Jorge Luis Borges. Y, sin embargo, como también muestra Borges, tal locura es la locura del arte, como el loco y brillante esfuerzo por anotar todos y cada uno de los detalles en Pálido fuego de Nabokov. El resultado es fascinante, perturbador, molesto, irritante y esclarecedor.
Por último, el cuento “Owner of a lonely heart” (p. 332), ocupa apenas dieciocho líneas. Breve historia de un lento crepúsculo, describe el intento de tortura de un personaje atrapado por actitudes e ideas obsoletas, destruido en sus vanos intentos por escapar a las prerrogativas de clase, raza y sexo: “En una esquina se abalanzaron junto a mí, y antes de que pudiera reaccionar ya me llevaban, casi a rastras, sostenido por las axilas”.
Micro-tragedia griega, narra en primera persona la historia del intento de huida de un condenado, centro ausente de la narración, foco del resto de los personajes, alguien inalcanzable y desconocido – como la verdad misma: “Yo sabía que no habría juicio ni derecho a pataleo: me ejecutarían de un tiro en la nuca, en una celda de ventilación”.
Acodada en el contrapunto, la voz narrativa crea patrones de palabras e imágenes en una unidad artística que trasciende la fragmentación de las perspectivas. “Owner…” es una crónica fugaz del dolor, un relato valiente del fracaso: “Corrí hasta la terraza, desde la cual se divisaba, en picada, la maldita ciudad. Yo era dueño de un corazón helado y solitario, el mío. Tomé impulso y me lancé al vacío”.