La obra del australiano Peter Kocan está marcada por su biografía. Porque no es cualquier cosa haber pasado diez años en la cárcel tras haber intentado asesinar a un dirigente político de su país. Llegar a ese punto con tan solo diecinueve años merece ciertamente una explicación, y eso es lo que se nos ofrece en ‘Aires nuevos’: la brillante descripción de una lucha interior que acaba en delirio, y la constatación de que la ansiedad por pasar de la oscuridad a la luz de la revelación puede conducir a una ceguera momentánea.
Recorriendo las fases propias de la novela de aprendizaje: abandono materno, aislamiento en una soledad incomprendida y resurgir victorioso al mundo adulto, el innominado protagonista de ‘Aires nuevos’ queda emparentado con otros adolescentes literarios, como el Holden Caulfield de Salinger, el James Dunfour de Peter Cameron o los más clásicos Huckleberry Finn y David Copperfield; especialmente con este último, cuyas aventuras hace leer Kocan a su personaje, al que la miseria, en forma de hambre, frío y vida a la intemperie, convierte en verdaderamente dickensiano.
Ese joven de catorce años que huye, junto a su madre y su hermano pequeño, de un padre maltratador, tendrá que buscarse pronto la vida. El problema es su enfermiza timidez, que atasca las palabras en su garganta, y el deseo imperioso de escapar ante el menor inconveniente en su dolorosa relación con los demás. En esa huida busca refugio en dos fantasías antagónicas: el mundo frío e insensible del soldado alemán Diestl, personaje de una película bélica, y el sensual y cálido al que le invitan los fotogramas de su admirada Grace Kelly. Identificarse con Diestl le permite arrostrar peligros e injusticias con estoica serenidad, pero también le exige rechazar todo tipo de afecto, cerrándose a un mundo de cuyas posibilidades de belleza y seducción da muestras la existencia de la actriz.
Pero esto es solo el andamiaje psicológico de un texto que nos atrapa con las impredecibles peripecias de su angustiado protagonista, ya sea cuando trabaja en el inabarcable campo australiano o mientras se oculta en tristes pensiones y hoteles de la capital. La convivencia obligada con los demás, siempre desde la distancia de su silencio, deja al descubierto en aquel una ingenuidad de la que algunos intentan aprovecharse, pero le aproximan también a figuras femeninas que remueven sus sentimientos y suscitan su devoción, como la hija adolescente de una familia profundamente religiosa, o la casera especialista en diversas disciplinas esotéricas y análisis jungiano.
Y a lo largo del camino, se va generando en el chico un sentimiento de solidaridad con todos los derrotados de este mundo: los deportados que evoca una canción de Woody Guthrie interpretada a la luz de una hoguera, el forajido de leyenda abatido a tiros sin misericordia, o los anglosajones caídos junto con su rey Harold en Hastings y cuya historia escrita transporta obsesivamente el chico. Un sentimiento de fascinación por el heroísmo en el fracaso que, exacerbado, se convierte en epifanía ante un diorama de la batalla de Bosworth, derrota definitiva de Ricardo III.
Kocan tiene, finalmente, el mérito de haber conseguido dotar de universalidad el relato de una historia personal y excepcional, llevando al lector a reconocer afinidades con un personaje tan excesivo como emblemático.
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