Al envejecer, los hombres lloran de Jean-Luc Seigle

Ganadora del prestigioso premio RTL-Lire, ‘Al envejecer, los hombres lloran’ sorprende por su lenguaje preciso, por su sólida estructura y por la facilidad para transmitir al lector las emociones de sus personajes: el sentimiento de pérdida ante los imparables cambios que impone el progreso, la dolorosa constatación de los estragos que el tiempo causa, la preocupación por la vulnerabilidad de los seres queridos, o la impotente indignación ante las mentiras de la Historia oficial.

Ambicioso proyecto cuando, además, la novela transcurre en un sólo día y el amanecer del siguiente, dando cabida en ese tiempo a todo tipo de conflictos, desde un tormentoso almuerzo familiar, a la culminación de una infidelidad largo tiempo larvada, pasando por el descubrimiento de ciertos secretos familiares. Seigle reivindica, por otra parte, el papel de la literatura para desmontar las falsificaciones de la Historia y rellenar sus silencios, un complemento de los estudios rigurosos destinado a evidenciar las supercherías interesadas o devolver la dignidad a tantos vencidos y olvidados.

La acción se desarrolla en un pequeño pueblo francés de setenta y dos habitantes próximo a un núcleo industrial. Albert Chassaing vive con su familia en la casa rural de sus padres, con su madre senil, su mujer amante de la modernidad y de todas sus comodidades y adelantos, y su hijo de diez años Gilles, tan aislado y absorbido por las lecturas que su rendimiento escolar se resiente provocando la inquietud del padre. Albert decide, ante esa situación, buscar ayuda en el maestro jubilado Antoine, cuya amable erudición y desordenada biblioteca encandilarán a Gilles.

La novela arranca con el alba de un día de Julio de 1961, en el que Albert se descubre llorando al intuir la vida de soledad de su hijo pequeño, considerando, además, que ni su madre ni su hermano mayor podrán mitigarla. Aquella siente una pasión excluyente por su primogénito Henri, al que escribe continuamente a su acuartelamiento en Argelia, y cuya prevista aparición en un reportaje es la causa de la adquisición del televisor que ese mismo día recibirán, el primero que llega al pueblo. Esa participación de Henri en la guerra se presenta como la continuación natural de la de Albert, hecho prisionero en la Línea Maginot, y de la del padre de este, gaseado en Verdún, como si la calamidad bélica no consintiera en perdonar a ninguna generación. Aunque el conflicto africano no es aún la herida en la conciencia de varias generaciones de franceses que llegará a ser, sino sólo una aventura en un lugar lejano y exótico.

Pero mientras Gilles se sumerge en las páginas de ‘Eugénie Grandet’ y Suzanne pretende inmortalizar en una sesión fotográfica el nuevo electrodoméstico, Albert siente que el progreso encarnado por la concentración parcelaria que pretende el gobierno, borrará, de forma literal, las huellas del pasado representado por las modestas propiedades rurales de sus ancestros. A esa constatación se une cierto sentimiento de derrota tras los años de cautiverio y matrimonio para sumir al protagonista en una paralizante tristeza, la de todos aquellos incapaces de superar la quiebra de un mundo destinado a desaparecer.

Y todo ello escrito con una claridad a la que no es ajena la traducción de Adolfo García Ortega.