Hace veinticinco años Tom Wolfe, el creador del Nuevo Periodismo, sorprendía a todos con su primera incursión en el terreno de la ficción. ‘La hoguera de las vanidades’ fue un éxito por su mezcla de denuncia y tensión argumental, llegando a crear unas expectativas en los lectores que no pudieron satisfacer sus obras posteriores. En ‘Bloody Miami’ Wolfe retoma aquella fórmula consiguiendo, con más de ochenta años, volver a entusiasmar a sus incondicionales.
Para analizar los conflictos raciales el autor sureño escoge en esta ocasión una ciudad en la que los blancos anglosajones, aun manteniendo el poder económico, son minoría. Los cubanos de segunda generación conforman la mayoría que detenta el poder político, y sus representantes están decididos a mantenerse en sus cargos a base de complacer a las distintas comunidades, estrategia que parece empeñado en hacer fracasar el policía Nestor Camacho. Su decidida actuación en el rescate de un posible balsero de lo alto de un mástil antes de pisar suelo americano, encenderá los ánimos de la comunidad cubana que entenderá la hazaña como una traición al no permitir a uno de sus compatriotas el acceso a la libertad, provocando incluso el rechazo de la familia del agente. Similar revuelo se producirá entre la minoría negra al participar Nestor en la violenta detención, con aparentes tintes racistas, de un traficante de crack, suscitando, en este caso, la desesperación de sus superiores.
La comunidad haitiana se verá agitada por el enfrentamiento entre un profesor cubano y el líder de una pandilla juvenil, mientras que la poderosa mafia rusa aparece involucrada en la posible falsificación de obras de arte donadas al museo de la ciudad por parte de un magnate ruso. En este caso Nestor estará acompañado por su contrapunto americano John Smith, inquieto periodista del medio más importante de la ciudad, a cuyos directivos ya había incomodado al denunciar la desaparición de un dinero gubernamental asignado a una organización anticastrista.
Todo este caos en el que se ven envueltos los dos protagonistas permite a Wolfe, a pesar de su cansina obsesión por la onomatopeya, mantener el interés del lector alternando los escenarios de conflicto, y llamando su atención sobre situaciones susceptibles de ser interpretadas interesadamente y en las que un ligero cambio de perspectiva puede hacer pasar a sus actores de la consideración de héroes a la de villanos. Es en ese resbaladizo terreno donde le gusta moverse al escritor, cuyo empleo de casos que no admiten discusión puede propiciar peligrosas generalizaciones: la violencia policial siempre puede justificarse, el uso de la inteligencia es el recurso de los débiles y el instrumento de su rencor, el aprecio por la cultura conlleva el desprecio por los que no han accedido a ella, o el sexo sin control corrompe y marca, uno de los temas de su anterior novela.
Wolfe aprovecha para arremeter también contra algunas manifestaciones del arte contemporáneo, los reality shows o el sesgo que intereses espurios pueden darle a la información periodística, salvando, sin embargo, a la profesión a través del personaje que encarna John Smith. Relevantes son los que representan Margarita, la ex novia de Camacho, y su siguiente relación: el psiquiatra estrella Norman Lewis especializado en adictos al porno, como uno de sus pacientes, un multimillonario coleccionista de arte cuyas amplias relaciones aprovecha Norman para medrar. La falta de escrúpulos del psiquiatra sólo podrá parapetarse tras un endeble discurso en el que caben la supuesta ingenuidad de Magdalena y el falso altruismo de Norman. Un ejemplo de la capacidad de autoengaño de la sociedad americana capaz de verse a sí misma como paradigma de la libertad y la igualdad.
Pero a pesar de la profundidad de su mirada, Wolfe, rayando en un cinismo complaciente, no deja de alabar en público las bondades de su patria, dando por sentado que sus defectos son sólo los daños colaterales que tan inevitable sistema acarrea.
La novia se llama Magdalena, no Margarita