Además, la autora nos relata las múltiples relaciones sociales, mayoritariamente literarias, que Conrad mantenía, con sus altibajos. Por sus casas desfila una larga lista de invitados, un río continuo, al parecer. Así, se nos va contando de los múltiples visitantes que recibían, a veces con llegadas intempestivas, o comportamientos extraños. La larga y al final tensa relación de Conrad con Ford Madox Ford, con el que compartió la redacción de algunas obras, la intensa relación con Stephen Crane, cordial con Henry James, con su editor J.B. Pinker, con Galsworthy, Perceval Gibbon, Jean Aubry, y un largo etcétera. Su marido necesitaba esas amistades, generalmente más jóvenes que él, por diversas razones, que su esposa intuía pero no acababa de comprender. El escritor era un hombre muy inseguro, parte de cuya vida había pasado en el mar, lo que crea personalidades solitarias e individualistas, a la vez que necesitadas de un plus de calor humano y apoyo moral. Por otra parte, su salud estaba bastante quebrantada por las enfermedades que había contraído en los trópicos, agudizadas por una sensibilidad nerviosa extrema. Todo esto hubo de aprenderlo su esposa a fuerza de paciencia y amor. No entendemos que existiera entre ellos un amor pasional, pero sí ese amor sereno, fruto de los años de convivencia, del apoyo, la comprensión y por qué no, cierto disfrute en su relación. Aún así, Jessie Conrad no tenía una preparación tan intensiva como hacía falta para dirigir el barco de la vida común. Afortunadamente, tenía quince años menos que su marido y una salud aceptable, al menos en los primeros años. Porque poco a poco ella fue acumulando agobios: traslados continuos, dos hijos, enfermedades del esposo y de los hijos, y su cuerpo, sobre todo su rodilla, que había sufrido una mala caída, le fue pasando factura, hasta que ya en la cuarentena, hubo de ser operada en varias ocasiones y pasó cerca de dos años con graves problemas de movilidad, y posteriormente, un largo tiempo usando muletas y bastones. Pero todo lo sobrellevó animosamente, con algún que otro arranque de enfado, que desaparecía en seguida. No así su esposo, que soportaba mal que su “cuidadora” requiriese a su vez, cuidados.
Es un detalle a resaltar la continua necesidad que tenía Conrad de cambiar de sitio. Acostumbrado, como marino, a ir de aquí para allá, parece como si su alma necesitara, una vez en tierra, desplazarse de un lugar a otro para poder desarrollar su tarea creadora. Estas incesantes mudanzas ocasionaban a su pobre esposa muchos quebraderos de cabeza, ya que era la que cargaba con la organización de todo, mientras el escritor generalmente solía quitarse de en medio, visitando amigos o enfermando repentinamente con sus famosos ataques de gota. Jessie, humorísticamente, le llama “mi querido avestruz”. Los hijos, Borys y John, al hacerse mayores, ayudaban como podían, pero a veces la madre había de ejercer de mediadora entre el escritor y ellos. Esta gran mujer pudo con todo, lo cual le confiere un mérito indudable, puesto que se consagró a su familia y su dedicación fue exhaustiva, a veces no del todo reconocida por los biógrafos del literato. No sólo las mudanzas de casa, sino los desplazamientos por el extranjero: el viaje a Polonia fue toda una aventura, el viaje a Capri cuando ella apenas si podía desplazarse con muletas y todo eran escaleras y cuestas; así como cuando Conrad se empeñó en visitar el país y la casa natal de Napoleón. Cruzaron Francia en automóvil, en 1921, y les ocurrieron innumerables percances por el camino, incluido un encuentro con bandoleros en Córcega. Únicamente el viaje a Nueva York, que tanto hizo disfrutar al viejo escritor, hubo de hacerlo sin ella, que pasaba otra temporada de inmovilidad. Y quince meses después murió Joseph Conrad.
Hay algo que se echa de menos en esta edición: unas páginas de cronología. Porque la señora Conrad apenas cita fechas, y a veces narra hechos anteriores o posteriores, sin seguir un orden muy estricto, por lo que en algunos momentos se crea cierta confusión a la hora de ubicar temporalmente una anécdota o unos hechos. A ella le interesa más hablar de lo que pasó, de mostrarnos la vida familiar, pero no tanto ajustarse al espacio-tiempo. Salvo este pequeño detalle, el libro es atractivo y entretenido, se lee con mucho interés incluso aquellos que no conozcan nada sobre Conrad pueden leerlo y sentirse atrapados en sus páginas.
Ariodante
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