De oído, de la misma forma en que uno reconoce a través de las ondas hertzianas la voz de los cantantes antes de que el locutor los identifique, este comienzo apunta a Javier Marías prescindiendo de la información de la portada. El autor incluso se permite, ya en el primer párrafo, hacer un guiño a sus incondicionales o hacérselo a sí mismo retomando nombres y evocaciones onomásticas de sus anteriores novelas. LEER MÁS
Fiel a su estilo, la historia de Los enamoramientos arranca con una calamidad que quiebra la plácida rutina de los afectados por ella: el matrimonio, aparentemente feliz, de Luisa y Miguel Deverne se pulveriza de la noche a la mañana por la muerte, intempestiva y violenta, del primero a manos de un gorrilla trastornado. Hasta ahí, lamentablemente, nada distinto de lo que acostumbra a desayunarse cada mañana el lector de prensa diaria. Pero tirando de dicho suceso, que bien pudiera haberse quedado en la cuneta de alguna pavorosa estadística, va descendiendo Marías a los soterrados infiernos cotidianos de cada cual, donde la apariencia siempre alberga decepciones, donde lo inocente nunca resulta serlo -o no del todo-, y donde las consecuencias de un acto azaroso repercuten de forma desigual en las víctimas.
La novela, narrada en primera persona por un personaje femenino que difiere poco de los masculinos creados anteriormente por el autor, se estructura en torno a tres pivotes temáticos. En el primero se demora Marías sobre los cambios y las contradictorias emociones que la muerte inflige a los vivos: melancolía, olvido, dolor, discontinuidad, desesperanza, renacimiento. Pero –y esto sí que es original- se explaya acto seguido en las repercusiones que la muerte tiene para el propio finado, en los inconvenientes de un posible retorno del más allá para reencontrar una realidad que se ha sucedido vertiginosamente a sí misma y en la que el supuesto resucitado pasaría, en cuestión de semanas, de la condición de añorado a la de intruso. Técnicamente estas fantasiosas recreaciones sólo pueden llevarse a cabo cuando el escritor, traductor y académico despliega ese prodigioso don suyo para manejar estilos indirectos de pensamiento, es decir, para conjeturar sobre presuntas cavilaciones de tal o cual personaje y llevar dichas hipótesis hasta sus últimas consecuencias. Así, Marías trae hasta la superficie del presente los futuribles fondeados en el pasado, valiéndose de una cadena de subjuntivos y condicionales que harán que las líneas entro lo real y lo vicario se solapen milagrosamente produciéndose en el lector una eficaz suspensión de credibilidad. Puro Shakespeare. Pero no se nos confundan: nada tiene que ver esta técnica con el conocido cruce sueño-realidad al que recurren otros autores cuando desean trascender el ras de suelo.
En la segunda parte se desarrolla exhaustivamente el fenómeno del enamoramiento. Como cabía esperar, Marías despoja al concepto de sonrosados prejuicios románticos, disecciona con precisión de microcirujano y escruta los frunces de la pasión amorosa cuestionando su condición de estado beatífico y deseable. Y cuando hablamos de escrutar sobreentiendan los iniciados lo que el verbo puede dar de sí aplicado a Marías: un par de minutos en tiempo real se traduce en diez o quince páginas.
Finalmente, en la tercera parte, el enamoramiento que se ha ido descascarillando a lo largo de doscientas páginas alcanza un morboso clímax que no tendremos el mal gusto de esbozar para no malograr el compensado suspense de este libro magnífico. Un must.
Lale González–Cotta.
Estoy completamente de acuerdo con lo del comienzo. Marías tiene la prosa más inconfundible de la literatura española actual.
Brillante reseña. Has conseguido que se produzca en mí unas ganas incontenibles de salir corriendo a comprar el libro!