Autor caído desgraciadamente en el olvido, fue en su tiempo apreciado en Europa, y en España fue objeto de atención editorial al final de los sesenta (su primer libro de relatos: “Los fantasmas y la carne”) y principios de los noventa (su primera y su última novelas: “La casa del aliento” y “Arcadio”). LEER MÁS
Porque, aunque su familia se mudó a Houston cuando tenía ocho años, su vida y su obra quedaron marcadas por una infancia en la que, como comentaba en una de las pocas entrevistas que concedió, “había un hombre que predicaba la salvación de mi alma en el camino, frente a casa. Pero en lo alto de la colina los chicos del Ku Klux encendían sus cruces”, y confesaba que “no podré huir de ese lugar encantado, maldito (…). Viví toda mi vida en esos siete años y la manera de redimir esa experiencia fue la escritura”.
Y es en esta donde, mediante el recurso frecuente del relato oral, se enfrenta a su obsesión por la tierra ancestral y los lazos de sangre, cuyos poderes y furia se nos presentan bajo la forma de la violencia descontrolada de los elementos.
Se abre este estupendo y sorprendente conjunto de diez relatos con “Preciada puerta”, en el que se nos habla de reconciliación con la intensidad de un relato bíblico o de una narración mítica: una familia encuentra junto a su casa a un hombre moribundo al que recoge mientras, en el exterior, estalla un huracán, a través del cual surge la figura del arrepentido hermano reclamando al herido. Finalmente, entre los prodigios posteriores a la tormenta, los lugareños relatan la visión de los dos hermanos, uno vivo y otro muerto, montados sobre una puerta y luchando serenamente contra los rápidos del ancho río
Igual de apocalíptica resulta la tormenta que soporta la protagonista de “Zamour, historia de una herencia” mientras espera cobrar la pensión de su difunto marido antes de regresar a su pueblo a reunirse con sus hermanas; o la lluvia torrencial sobre el cementerio en “La canasta”.
En “Savata, mi hermana rubia” asistimos a la fundación de la Iglesia de la Luz de la Santidad del Mundo por parte de la descarriada Savata y de su negra hermana, que nos narra, entre alabanzas a Jesús, su propia caída en desgracia, como tesorera de la iglesia, ante la usurpación del inevitable personaje Canaan Johnson
Pero el más gótico e impactante de los relatos, por su sordidez, es “Si tuviera cien bocas” en el que un hombre cuenta a sus sobrinos la historia de un incesto, una violación y la terrible venganza que siguió a manos del Ku Klux Klan y que el narrador pudo presenciar.
Se cierra el volumen con “Puente de música, río de arena”. Perfecto en su simbolismo, nos habla del regreso de un hombre al paisaje de su infancia, representado por el desvencijado puente que atravesaba con su familia cuando era niño, desde el cual observa que alguien se arroja al seco lecho del río y, al acercarse, presencia cómo es lentamente engullido por la arena. Quizás también Goyen, al insistir en sumergirse en la memoria de su tierra, estuvo a punto de ser tragado por las arenas del olvido. La reedición de estos cuentos es, sin duda, un rescate afortunado.
Rafael Martín