En principio, la propuesta de Mijangos sonaba bien en mi jukebox. La historia de Cleophus Brown, un niño negro de Memphis hijo natural del ficticio compositor de blues y rock Mad Dog Rufus, que a través de los discos de su padre va descubriendo el mundo de la música popular del siglo XX y que, gracias a una serie divertida de azares, influye en la creación musical de nombres como Ray Charles, Elvis Presley, Sam Coke o más adelante los mismísimos Beatles. La casa de los Brown en la pequeña ciudad sureña de Estados Unidos se convierte en parada obligatoria de todos aquellos aprendices de rocker que copian descaradamente el estilo que brota de los altavoces del inquieto, gamberro y delincuente Cleophus Brown, enamorado de los sonidos americanos desde su tierna infancia y dispuesto a vivir de acuerdo a su leyenda.
Las cien primeras páginas de la novela (de un libro que tiene más de 300) son, por tanto, las mejores, las más expresivas, ricas y divertidas en anécdotas y paisaje humano y sonoro. Aunque ya el autor empieza a revelar algunas de las fallas de su estilo, como su particular obsesión por las palabras redichas, por la jerigonza, esa cultismo que tanto atenaza a nuestros autores en general y, sobre todo, por la inanidad de los personajes y de las situaciones. Así, la biografía de Brown es una sucesión de acciones delictivas que su desdibujada e increíble madre se limita a recibir con un suspiro y algún persignarse una y otra vez hasta la nausea, y un desfilar de artistas conocidos que en todo momento hablan, se comportan y actúan como si hubieran nacido en plena meseta ibérica.
Pero si la novela no carece de interés en esta etapa formativa y uno puede sonreír ante el hecho de que los discos del ‘underground’ y permanentemente censurado en América padre del protagonista Mad Dog Rufus anticipen toda la deriva del rock en los años cincuenta y sesenta sin que él sea reconocido ni vea un centavo, la obra se derrumba completamente cuando hijo, madre y su nuevo marido (homosexual a más señas) parten hacia una base de Estados Unidos en Madrid. Lo que hasta entonces era una humilde novela jocosa de iniciación al nacimiento de la música popular americana se entrevera con una parodia sacada de un tebeo de Ibáñez o de un guión perdido de una película de Mariano Ozores y se convierte en otra página más del inacabado y eterno realismo carpetovetónico novelesco español.
Una lástima que el autor no haya seguido la escuela de alguien como Jordi Sierra i Fabra, que a pesar de que los que van de listos se empeñen en domesticarlo tras las jaulas del zoo de la novela juvenil es posiblemente el mejor novelista del hecho musical en España. Su literatura hecha de pasión, amor y conocimiento sí permite un acercamiento ponderado y eficaz al fenómeno rock. O como Kiko Amat, otro al que Herralde ha sumido en la servidumbre del escritor “para jóvenes”, pero cuyos libros dan muestra de cómo se puede conjugar el fervor del microsurco con una literatura potente, romántica, de intensa voz propia. O, último ejemplo, como el estilista exquisito que es Sabino Méndez, compañero de correrías de Loquillo y sus Trogloditas y cuyo ‘Corre, rocker’, supone el encuentro definitivo entre la alta calidad literaria y la crónica musical española de los ochenta.
Mijangos ha decidido el camino fácil, aun así su novela no carece de interés para el que se quiera iniciar en esa movida ajetreada, y que parece sólo propia de mentes adolescentes, y que en realidad es la emocionante historia de la música americana en el siglo XX. La semana pasada un provecto erudito español volvía a reírse desde las páginas de un diario nacional de las masas aborregadas que acudían a vocear a un concierto, de rock entiendo. Pobre. No sabe que esas masas aborregadas ya no van a ver rock ‘n roll de verdad, sino que acuden a sucedáneos, que el rock de verdad es la música folk de la modernidad y que, a menudo, sucede en lugares íntimos y pequeños. Su nacimiento pudo ser de mano de un bluesman amargado, censurado y genial. Vale, lo acepto. ¿Por qué no?
Iván Alonso