por Miguel Ángel Carmona
Durante miles de años, los miembros la tribu se reunían cada noche alrededor del narrador de historias. A lo largo de todo ese tiempo, la literatura fue pensada para el medio oral y contaba, para enganchar a sus receptores, con una batería de factores extratextuales ⎯lingüísticos también, qué duda cabe⎯ pero imposibles de contener en un soporte papel que, de todos modos, por entonces (o por allí) ni siquiera existía o se destinaba a otros menesteres más serios.
Es lógico que la evolución normal de aquella tradición fuera la lectura pública, en voz alta, que favoreció una transición progresiva hacia la lectura privada y silenciosa de hoy. Por el camino, hemos perdido todas las artes que el contador de historias (hemos perdido un oficio, en realidad) ponía al servicio de su público, y hemos ido ganando otras que los escritores de este mundo moderno tratan de domar torpemente (quizá porque les falten aún quince o veinte mil años de experiencia). A pesar de ello, algunos despuntan.
Marcelo Luján (Buenos Aires, 1973), lo ha hecho con Subsuelo (Salto de Página, 2015). El que despunta lo hace, precisamente, porque no intenta domar la pluma, sino que relaja los dedos y deja que el tacto de las teclas mezca las yemas y el clic clic de las teclas se acompase a sus latidos. Y, en el caso de Marcelo Luján, en particular, también porque no ha renunciado a los orígenes de su oficio y ha construido una novela no ya desde la voz (entendida como el conjunto de caracteres que dotan de vida creíble a un personaje o narrador), sino desde el ritmo, la entonación y, en definitiva, desde la locución propia del registro oral. Reiteraciones, anacolutos, enumeraciones, reformulaciones, anticipaciones argumentales, y una cadencia perfectamente reconocible desde el principio al fin de la novela, acercan este texto a la labor de un experto contador de historias (el Tusitala samoano), sin desaprovechar una sola de las oportunidades que le brinda la escritura: léxico rico y escogido, perfecta estructuración del texto, equilibrio entre la acción y la pausa, y algunas otras cosas en las que me detendré en los próximos párrafos.
Para empezar, Luján es un maestro de aquella técnica que Vargas Llosa enunció como vasos comunicantes y que en Cartas a un joven novelista desarrollaba poniendo como ejemplo el capítulo de los comicios agrícolas de Madame Bovary: si Vargas Llosa hubiera leído Subsuelo, sencillamente, hubiera descartado el ejemplo de Flaubert. Luján no solo mezcla dos ambientes, dos entornos, dos historias en un mismo capítulo y consigue que, así, ambas avancen, sino que lo hace asignándole a una de ellas el diálogo, y a la otra la acción, y yuxtapone ambas impidiendo que el lector respire y, de alguna extraña manera, librándole de esta necesidad. Subsuelo es una novela que puede leerse en apnea y que, de estudiarse en los colegios, generaría lectores anaerobios.
En segundo lugar, hace las delicias de los mejores teóricos del caos al demostrar que el presente es una franja incierta, fluctuante, y que ello no influye en nuestra capacidad para asombrarnos con el futuro inmediato. Confieso que al principio me pareció arriesgado: contarle al lector lo que va a ocurrir páginas después, pero más tarde comprobé que no era más que una manera de disfrutar doblemente la acción: una cuando se anticipaba y otra cuando ocurría de verdad.
Por último, Subsuelo es una novela que trata sobre el mal sin contraponerlo, como es costumbre, al bien, sino al mismo mal. Con una habilidad que solo he encontrado en autores contemporáneos como Luisgé Martín, con su La mujer de sombra, o Agota Kristoff en Claus y Lucas, Marcelo Luján reconstruye las condiciones en las que el mal se genera, haciéndolo parecer inevitable. Sin embargo, y a diferencia del primero y más en la línea de Kristoff ⎯a pesar de usar la tercera persona⎯, no disecciona a los personajes para justificar sus comportamientos desde dentro. Las motivaciones de estos son impermeables, lo que convierte la novela en pura acción que avanza derrumbando ideas preconcebidas y prejuicios morales.
Y solo en el argumento, o más bien en la selección de la información ofrecida, encuentro una pega. La novela se desarrolla a partir de un principio in media res, y se desarrolla tanto que no parece necesario volver al tiempo anterior a ese principio. Sin embargo, cuando la tensión está al borde del clímax, el autor retoma el escenario previo al comienzo y se explaya, quizá innecesariamente, en cuestiones que habían quedado claras durante el desarrollo. Es el único momento en que el lector puede tomar aire para afrontar un final que le dejará sin aliento. Funciona, eso es innegable, pero cabe imaginar como habría resultado la novela de haber prescindido del ochenta por ciento del capítulo La noche envenenada, sin ese armisticio.
En cualquier caso, una novela recomendable, muy recomendable: de esas cuya escritura está perfectamente justificada. Me deja como poso la extraña idea de que el mal consume los cuerpos hasta agotarlos, no sin antes asegurarse su continuidad en cualquiera de los individuos circundantes, y también una novedosa animadversión por las hormigas, que siempre me habían parecido unos bichitos entrañables. Ambas cosas, el mal y las hormigas, comparten en esta novela algo más que el Subsuelo.