Existen distintos tipos de literatura: la que nos divierte, nos entretiene, nos asusta, nos enseña… pero hay una, la más escasa, que resulta ser una píldora para el alma. Como lector me topo muchas como las primeras, pero del tipo que te llega, que te conmueve, con la que reflexionas y te emocionas, no es abundante, por eso, cuando te encuentra, reafirmas y recuerdas porqué te enamoraste una vez de la lectura. La última novela de Elisa Shua es de ellas.
No conocía Automática Editorial, pero me ha alegrado encontrarlos. Ver que pequeñas editoriales que apuestan por obras, consideradas menores para los grandes grupos, que tendrían difícil llegar a los lectores, en un mundo donde prima la ampulosidad del bestsellers y los tomos floreados para lucir más en la estantería que en la mesita de noche, me alegran el corazón. Afortunadamente existen pocas, pero existen, personas que hacen posible que hallemos novelas como la que nos ocupa hoy.
Elisa Shua Dusapin tiene experiencia en esto de las letras. El viejo incendio es ya su cuarta novela. Hija de francés y surcoreana, ha exprimido su herencia cultural y ha sabido plasmarla en su obra. Sus novelas se han traducido a más de veinte idiomas y la autora ha sido galardonada con los mejores premios literarios de su país natal. Su obra se caracteriza por historias humanas, personas que interactúan con los sentidos a flor de piel, donde los recuerdos y experiencias nos convierten en quienes somos.
En esta breve novela acompañamos a Agathe en primera persona. Guionista en Nueva York, regresa, tras quince años, a su Perigord natal, al suroeste de Francia. Su padre ha fallecido. Se reencuentra con su hermana en la casa familiar, que han decidido vender. En nueve días tendrán que vaciarla para venderla. Las piedras que forman sus paredes se utilizarán para rehabilitar un antiguo palomar deteriorado tras un incendio acontecido hace más de un siglo.
Su hermana, Véra, padece afasia desde los seis años, por lo que se comunica a través de la pantalla de su móvil. Juntas deberán recorrer los recuerdos arrancados de las pertenencias de su padre y las estancias de la vivienda. Junto a esos recuerdos se redescubrirán la una a la otra, cayéndo en la cuenta de que ya no son las mismas personas que compartieron los años de infancia.
Compuesta a través de pequeños retazos, se van completando las vidas de estas hermanas a base de recuerdos y sensaciones. Con una prosa exquisita, vamos desgranando esta historia íntima, donde la incapacidad de hablar de Véra acentúa la sensación de intimidad. Al no ser necesarios los diálogos, no tenemos que rellenar los silencios con palabras, y lo poco expresado es recapacitado.
No quiero dejar de mencionar la gran labor de traducción por parte de Andrea Daga. Se nota cuando un trabajo se hace con cariño, y presumo que gracias a su meticuloso trabajo, la obra nos llega como su propia autora desearía en su propio idioma.
Esta novela breve, de apenas ciento cuarenta páginas, se nos antojará un caramelo literario que se consume demasiado rápido. Procuraremos degustarlo despacio para que nos dure lo máximo posible, deseando que no se acabe, pero que precisamente, por gustarnos tanto no podremos dejar de leer hasta llegar a su final.