Pocas labores tan ingratas como intentar desmontar prejuicios profundamente arraigados o contradecir opiniones supuestamente incuestionables. Sobre todo si llevan miles de años en cartel y se dan por firmemente establecidas. Pero pocos esfuerzos merecen más la pena si acaban por procurar un cambio de paradigma, una nueva perspectiva que, más que revolucionar muestro modo de ver las cosas, da carta de naturaleza a algo que ya intuíamos como posible.
Y eso es lo que hace Rutger Bregman en su ensayo al establecer las bases para retomar una idea, si no novedosa, claramente a contracorriente. Se trata de negarse a aceptar aquella máxima hobbesiana que situaba al hombre como depredador de sí mismo, y de no asumir que nuestros instintos salvajes solo consiguen ser controlados por una pátina civilizadora, cuya desaparición dejaría ver nuestro rostro más cruel y egoísta. El autor holandés se posiciona junto a Rousseau al defender la bondad intrínseca del ser humano, considerando nuestra sociabilidad como nuestra gran arma evolutiva.
Sus argumentos no tienen nada de ingenuos ni están impregnados de buenismo. Utiliza conceptos de sociología y psicología que explica de forma clara, como el de ‘profecías autocumplidas’ o el ‘efecto nocebo’, contrario al ‘placebo’: si se cree que algo va a ir mal, acaba yendo mal. Según Bregman “nuestra imagen negativa del ser humano es un efecto nocebo”. Más adelante afirma que “estamos entrenados para ver egoísmo en cualquier acción”, y quienes se encargan de ese entrenamiento son los medios, responsables también del ‘síndrome del mundo cruel’: las noticias, por razones comerciales, se ceban en situaciones que son en realidad excepcionales.
Expone sus razonamientos con metodología rigurosa, pero apoyándose siempre en ejemplos presentados de forma extremadamente amena, convirtiéndolos casi en relatos de aventuras. Así, para demostrar que, contra todo pronóstico, “las catástrofes siempre sacan a la superficie lo mejor de la gente”, da forma literaria a la narración de los comportamientos solidarios durante el ‘Blitz’ británico o las tragedias del Titanic y el Katrina.
Con honestidad y sentido del humor Bregman va recorriendo para el lector el camino que siguió, entre dudas y retrocesos, hasta llegar a cuestionar, primero, y descartar, finalmente, la idea del carácter intrínsecamente violento de nuestra especie. Para empezar, desenmascara las manipulaciones de famosos experimentos de psicología social así como las interpretaciones interesadas de sus datos. Y continúa enmendándole la plana al Dawkins de ‘El gen egoísta’ o a los mismísimos Harari y Diamond, sin dejar por ello de coincidir en cuestiones esenciales.
Para Bregman, además, nuestros sistemas económico y político “están basados en la idea de que todos somos egoístas por naturaleza”, cuando, en realidad, el ser humano es en esencia solidario, “y lo que se impone desde arriba es la libertad de mercado”. Por eso no considera ilusorias las esperanzas puestas en ese cambio de mentalidad que propugna. De hecho, nos cuenta, ya existen exitosas iniciativas en esa dirección en los ámbitos de la educación, del sistema penitenciario y de la gestión común de los recursos.
Para finalizar, un par de reflexiones del historiador holandés. Una advertencia sobre las dificultades a vencer: “defender la bondad del ser humano es enfrentarse a los poderosos del mundo, porque, para ellos, una imagen esperanzadora del hombre es una amenaza, algo subversivo y sedicioso”. Y una medicina contra nuestros prejuicios: conocer al otro, porque “si de verdad creemos que la gran mayoría de las personas son dignas del adjetivo «humano», cambia absolutamente todo”.
Rafael Martín