Esta novela de la autora polaca Olga Tokarczuk puede que sea una de las obras más profundamente humanas e íntimamente mágicas que haya tenido oportunidad de leer. Tal vez terminar la lectura y escribir estas palabras desde el obligado confinamiento me hace ver de un modo especial este libro de la premio Nobel 2018 (que lo recibió en 2019).
Antaño es un pueblo ficticio de Polonia entre lo mítico y lo arquetípico, un poco como su Macondo o su Región. “Un lugar situado en el centro del universo”, según lo ubica la autora en su comienzo de cuento. Antaño, añadiría, nos muestra que un pueblo es como una persona, o una persona como un pueblo. Elegí esta novela para vivir en un mundo diferente pero reconocible, y encontré a unos personajes y unas historias que, entre lo local y lo universal, me han enredado en los hilos de sus vidas. Un libro de prosa a la vez cercana y elaborada, que nos presenta a los lectores curiosos una auténtica red, como una filigrana, un ecosistema de personajes, apegados a la tierra y unos a otros, al margen de la historia pero sumergidos en ella o arrollados por ella. Me ha parecido una lectura fascinante, que hechiza de principio a fin.
¿Qué nos cuenta esta novela? La vida en un pueblo polaco, Antaño, durante el siglo XX, o, mejor dicho, la historia de las gentes y la tierra que habitan, unas tras generaciones de familias cuyas vidas se entrelazan. Desde el reclutamiento de Michal por las tropas del zar hasta la última partida de Anelka en el ocaso de los comunistas, la novela, dividida en capítulos de duración variable llamados “tiempo de” más el nombre de un personaje, navega entre un realismo minucioso e incluso crudo y una magia que nos acerca incluso a la deidad, a la creación de múltiples mundos y a la relación entre hombre y Dios creador. Genowefa, Espiga, Misia, Pavel, el señor Popielski, Boski, Ruta… los soldados rusos, los soldados alemanes… desfilan ante los lectores que pueden escrutar su vidas, siempre entreveradas con esos tiempos “de Dios”, que “late en las transformaciones”, en los giros, inesperados o no, de sus existencias.
Esos “Tiempo de Dios” aparecen intercalados en giros de la acción, que, por lo demás, está determinada tanto por lo privado como por lo histórico. Los ángeles y Dios tienen un papel en Antaño, en ocasiones terrible. Las guerras marcan las vidas de los personajes; sucesivos invasores y dominadores pasan por Antaño, y la autora no los juzga, sino que los presenta en sus actos cotidianos, con un lenguaje sereno que no hace sino resaltar la barbarie. Kurt, el militar alemán a cargo durante la invasión, mientras “Los judíos no querían subir a los camiones, huían y gritaban. Preferiría no darles demasiadas vueltas a las cosas. Al fin y al cabo aquello era una guerra” (p.120). Las guerras y los despotismos narrados como acontecimientos cotidianos resaltan los contrastes. Y poco a poco se apodera de él la idea de que “era testigo del fin del mundo, y que pertenecía a aquellos ángeles cuya misión era purificar el mundo de la suciedad y del pecado” (p.121).
El “Tiempo del Juego” también desempeña un papel crucial en esta historia, con sus citas de Ignis fatuus o Juego educativo para un solo jugador, que obsesiona al señor Popielski hasta el punto de definir su vida; sus descripciones de los “ocho mundos” creados por Dios aparecen en los puntos de inflexión de la obra. Los personajes de esta novela viven porque actúan, porque se entregan a sus existencias y a ser ellos mismos: “La vida es movimiento y matar consiste en privar del derecho al movimiento. Al matarlo, el cuerpo se inmoviliza. El hombre es un cuerpo. Y todo lo que el hombre experimenta tiene principio y fin en el cuerpo” (p. 155). Estos son los parámetros de una obra tan terrenal como espiritual, llena de certezas citables, como que “tanto el hombre como el animal muestran el lado débil de su naturaleza en el lugar en que se ocultan” (p.169). Algo en lo que pensar, en estos días en que todos nos recluimos en nuestras madrigueras. Un libro lleno de imágenes telúricas, universales (“Se sintió como un niño abandonado, como un terrón de tierra en el borde de un camino”, p. 178). Un libro en el que percibimos el sentir de animales, plantas y ángeles (“Para los árboles, los hombres existen eternamente, que es lo mismo que si no hubieran existido nunca”, p. 195).
A medida que avanzan los capítulos o “tiempos”, el mundo real, con su estela de tragedia y destrucción, parece apoderarse más y más de los habitantes de Antaño. El Dios del Sexto Mundo destruye su creación, y “el hombre engancha el tiempo al carro del sufrimiento. Sufre a causa del pasado y proyecta su sufrimiento hacia el futuro” (pp. 217-218). Así, Izydor y Ruta repiten el ciclo de amores imposibles y de vidas no realizadas, solo que de otra manera. “La vida no es buena para el hombre y lo único que está en sus manos es encontrar una concha para sí mismo y sus seres queridos y en ella perdurar hasta el momento de la liberación” (pp. 243-244). Pero cuando la muerte va visitando a los personajes que hemos visto vivir y amar ante nosotros, se despiden como lo haría cualquier animal o planta, integrados en el ciclo natural de la vida.
En conclusión, un libro que me ha deslumbrado por la riqueza del mundo que se atesora en él, las mil y una historias de sus personajes, su prosa intensa a la par que serena y la profunda reflexión sobre el ser humano que encierra. Lo recomiendo sin dudas a cualquier lector que disfrute con las novelas que muestran el prodigio de lo cotidiano y las historias de la intrahistoria.