«El deseo no se aprende. Cada uno saca a relucir el que tiene. No todo a la vez, no con un ritmo regular. El deseo sale de nosotros al azar, a trompicones, incluso en ocasiones poco espectaculares. Basta una nimiedad. A partir de ese momento sabemos la verdad: hay ciertas cosas que queremos y otras que no.
De pequeña, tal vez a causa de un anuncio o de un vídeo musical, pensaba que para los seres humanos la cima de la felicidad era correr por la playa cogida de la mano de alguien, o por un prado bajo un cielo azul, con un vestido blanco que, en la perfección de la escena, ni siquiera se ensuciaba. No es que me parecieran imágenes feas, pero me costaba entender que pudieran resultar interesantes. Hoy sé que las personas cultivan la ambigüedad: los titubeos, las pequeñas violencias forman parte de la diversión, al igual que los empujones que damos, la fuerza, la volubilidad; la imperfección, la mancha; el dolor que a veces amplifica el placer. Soñamos con un mecanismo que nos desarme, un mecanismo humano: un cuerpo, una mente. Una persona que nos observe y al mismo tiempo se deje observar. Una relación.»