Por José de María Romero Barea
Una intensidad peculiar nos asalta al recorrer las calles de una ciudad conocida que se superpone a los recuerdos y asociaciones acumuladas de periplos anteriores, a merced de “un silencio disponible, pero también el espacio abierto alrededor de ambos, como demarcando, en tiempo y lugar, el perímetro de un campo de lucha”. Se bosqueja así un mundo extrañamente entretenido en el que la idea del aburrimiento se convierte en una metáfora prolongada de la naturaleza de la existencia, sostenida por un vagabundear atrapado en conversaciones con uno mismo, matando el tiempo entre “murciélagos, liebres, cocodrilos y ñandúes (…) deseosos de recibir su calor. También ellos creían en la salvación”; la narración es homenaje a esos pueblos claustrofóbicos que nos han legado una preferencia incurable por la vida en la urbe, lugares donde, después de haber pasado un tiempo a solas, descubrimos las delicias culpables de la literatura.
“La Guaira parecía el imperio de la necesidad siempre satisfecha, y más para los niños solos como él”. Frustradas por las fuerzas oscuras, se dejan constancia aquí de las complicaciones que nos acosan en soledad hasta convertirnos en relato, frases e imágenes que agregan sabor a la vida, esa obra en progreso. El silencio precede al recuerdo exacto, donde se observa cada cosa con una mezcla de sospecha, miedo e incredulidad, la música interrumpida por las disquisiciones. Se mueve Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956) con cautela entre la ocultación y la revelación, fascinado por las duplicaciones y las identidades fluidas. Su literatura de vanguardia, singularmente preocupada por el destino, entrelaza fragmentos dramáticos en decepciones experimentales, una idea en proceso de reinvención y, por lo tanto, profundamente involucrada en el legado de su propia opresión.
Ultima en 5 (Jekyll & Jill, 2019) una reflexión sobre las grabaciones y las gradaciones de las calles, un enigma para los no iniciados, que habitamos un cierto tiempo en las páginas de este libro, con la extrañeza de habitar un país extranjero, a merced de un recuento topográfica e históricamente preciso, donde a menudo olvidan nombres o se equivocan los detalles. En la “Nota” adjunta a la narración, donde se comienza “por el final de unos hechos cuyas secuelas – me parece – siguen vigentes y están a la vista”, se conecta lo que sucede realmente con lo que ha entrado en las mentes y las conversaciones de los personajes de ficción. La narrativa resultante es, por lo tanto, una especie de trasfondo del libro que Chejfec escribe, una de las formas esenciales en que toda novela contiene el mundo y lo dramatiza, al tiempo que anota eventos insinuados, referidos casualmente, a menudo poderosamente presentes, extrañamente significativos.
En 5, el interlocutor es demasiado mercurial o inquieto para arrepentirse, “es un error asegurar que la luz ilumina (…) Si ilumina o deja de hacerlo no es asunto del sujeto que contempla”; listo para complacer a nadie, preparado para vivir en sus propios términos. “la única profusión es la del silencio”, concluye en el prólogo. Hila el narrador de Mis dos mundos (2008) una visión de la existencia, el aburrimiento y la espera sazonada con humor negro, un palimpsesto centrado en la observación de la realidad, pero también del sueño, entre residuos de impresiones pasadas, expresadas de forma radical a la luz de la técnica, de los ruidos antes del repentino mutismo palpitante mientras nuestra cabeza se inclina en el sagrado sacramento de la lectura, en mitad de un conjunto de verdades aceptadas y luego vueltas bruscamente del revés, una paradoja con la que el ensayista de El punto vacilante (2005) urde un retrato indeleble del artista inescrutable que enfrenta los tormentos de la existencia, el solitario, en parte vidente, en parte ermitaño: ascético, angular, solitario.
Talsi, Letonia 2019