Leer La dependienta y reflexionar sobre su lectura debería ser un ejercicio obligatorio. No, no pretendo ser dogmático, al contrario. La dependienta es una lección magistral de literatura escrita con sencillez y eficacia, y también es una obra con un contenido social tremendo. De ahí, que si alguien ama la buena literatura y disfruta leyéndola o quiere tomar como modelo de escritura a alguien que con casi nada ejecuta una obra maestra debería leer La dependienta. Más aún, la obra de la japonesa Sayaka Murata socialmente nos da un revolcón sobre las diferentes formas de vida que tenemos a nuestro alrededor y nuestros temores hacia aquellos que no entran dentro de los cánones de la mayoría.
Keiko Furukura tiene 36 años y está soltera. De hecho, nunca ha tenido pareja. Desde que abandonó a su tradicional familia para mudarse a Tokio, trabaja a tiempo parcial como dependienta de una konbini, un supermercado japonés abierto las 24 horas del día. Siempre ha sentido que no encajaba en la sociedad, pero en la tienda ha encontrado un mundo predecible, gobernado por un manual que dicta a los trabajadores cómo actuar y qué decir. Ha conseguido lograr esa normalidad en contra de una sociedad que le reclama acomodarse a su estilo: todos quieren ver a Keiko formar un hogar, seguir un camino convencional que la convierta, a sus ojos, en una adulta.
La dependienta es por tanto un homenaje a la gente sencilla que vive feliz con una existencia que a los demás les parece absurda, sin sentido, sin proyección, para los outsiders. Y por otra lado es un golpe en las conciencias de quienes machacamos a los demás para que entren con calzador en la vida supuestamente normal que tenemos que llevar. Todo va bien cuando eres uno más, pero si como Keiko eres diferente llueven los consejos para acomodarte al grupo. Keiko decide rebelarse contra eso, es una dependienta y no piensa renunciar a su esencia.
Una obrita maravillosa, bien escrita, dulce y con un trasfondo poderoso.