Toda muerte es un acto de desobediencia. En algunos libros, nos llega empaquetada tan bellamente que parece pornografía. Sin lugar a la ambigüedad, su comercialización cumple lo que promete: una promesa incipiente de voyeurismo. La faja en la portada del volumen que nos ocupa prescribe la fecha de consumo preferente: “El padre es un nombre, escucho que susurra alguien. Me quedo quieto. Oigo risas. Varias risas ago de mí. Pero no quiero volver la mirada, padre. Sé quiénes son, pero aún no quiero volver la mirada”. Saturno (2003; Jekyll & Jill, 2017) no es una novela más sobre la autodestrucción, sino una oblicua nota de despedida.
La tradicional lucha entre vástagos y progenitores, al igual que el sentido de inutilidad que siempre la acompaña, adquieren en manos de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) una súbita sensación de propósito. En párrafos a menudo incompletos, fragmentarios o radicalmente inacabados, la falta de conclusión dota al conjunto de una rara coherencia: “Cuántos años pasaron antes de que usted conociera mi casa, mis amigos, mi profesión. Era usted indiferente ante mi vida, padre. Ante mí. Al igual que el padre de Hemingway, su mano también sostiene mi arma”. El resultado, una nouvelle conceptual, un abigarrado conjunto de propuestas, un bloque discontinuo de declaraciones (semiauto)biográficas, que desembocan en el cubismo literario: “Otro padre ausente, padre. Otro fantasma queriendo merodear más allá de su tiempo. Otro vacío que para siempre quedó vacío”.
Lo sensacional neorabelesiano, sujeto a configuraciones desnudas, engendra escritores que se autoaniquilan completamente vestidos. El espectáculo de Saturno, ilustrado o no, denuncia nuestro interés por la transfiguración de su fenomenología: “Tras los arbustos [Virginia Woolf] escuchaba a los pájaros cantando en griego. (Alejandra Pizarnik: “No puedo hablar con mi voz sino con mis voces”). Desde el balcón Virginia Leslie se lanzó. Pero sólo cayó pocos metros. Su primer intento había fracasado. Una década después abandonó el apellido de su padre”. Dado que suele suceder tras una cortina de privacidad aún más excluyente que la reservada al sexo,la capacidad del suicidio para captar nuestra atención está asegurada. De ahí los comentarios elípticos sobre el razonamiento con los que el narrador de la novela se dedica a teorizar sobre el significado de la (in)acción.
Escribe nuestro héroe para prevenir su autodestrucción: “Hay tantas voces que me cuesta distinguirlas. Vamos, hombre, ya deberías conocernos, escucho, pero todas me suenan igual”. Poco antes del final, la prosa gira en espiral hacia su conclusión burlona y posmoderna: “Una sinfonía de voces, padre, eso son, eso somos. Somos, en fin, las voces que escuchamos. Pero ya no les temo. Todo duerme en torno mío, y mi alma está tranquila, en paz”. Uno se esfuerza por escuchar, a pesar de la algarabía. En ese breve pasaje, todo la silenciosa (des)esperanza del libro.
Los monstruos locuaces de la primera ficción del autor de El ángel literario (Anagrama 2004), o El boxeador polaco (Pretextos 2008), son, pues, voces vívidas en la turbia polifonía de nuestra era enloquecida. Monólogo sin trama aparente, Saturno es la nota de un asesino de sí mismo, más Nabokov que Dickens, por citar dos de las influencias que presiden la narración. En ella, es posible leer la autoinmolación no simplemente como un cri de coeur velado, a cargo de alguien que busca airear las circunstancias desordenadas que lo llevan a cometerlo, sino como una obra de arte creada por un literato conceptual que quiere dejarnos un documento duradero con el que, paradójicamente, reunir fuerzas para seguir adelante.
Por José De María Romero Barea