Una década ago, Henning Mankell quiso probarse a sí mismo y contar una historia que lo alejara del policial y del personaje que lo volviera mundialmente famoso, el policía Kurt Wallander. Fue así que escribió “Zapatos italianos”, historia de encuentros-desencuentros entre un viejo médico, Fredrik Welin, Harriet, un viejo amor que lo busca para pasar con él sus últimos tiempos de vida, y Louise, hija de ambos, treintañera, de la que el profesional retirado no tenía la menor noticia de su existencia.
En 2015, mientras combatía el cáncer que lamentablemente terminó con su vida, Mankell se dio tiempo para escribir una nueva historia de Welin, novela que ahora se conoce póstumamente y que encuentra al médico anciano ocho años más tarde, sin haberse movido de la vieja casona asentada en un archipiélago apartado en el que el verano es breve y el invierno extenso y riguroso.
La historia comienza cuando Fredrick se despierta una madrugada ahogado por el incendio declarado en su casa, que la consume en forma muy rápida y hasta lo último, y de la que a duras penas, y sólo con lo puesto, logra salir indemne.
A pesar de la hora recibe el auxilio de Ture Jansson, el viejo cartero de las islas, y de otros vecinos. Logra sobrevivir, pero las pérdidas que sufre son totales. Mientras decide su destino, el médico se refugia en una pequeña casa rodante que conserva al lado de la antigua casona que había sido levantada por sus abuelos, mientras debe soportar las sospechas de que él mismo ha sido el autor del siniestro.
Por causa del siniestro conoce a la periodista Lisa Modin, solitaria mujer a la que duplica en edad pero de la que igual se enamora y, poco más tarde, recibe la sorpresiva visita de su hija, ya cuarentona, quien le causará considerable aflicción pues tiene una personalidad difícil (en realidad es tan huraña como su progenitor) y cuya azarosa vida le generará sorpresas y disgustos, uno de los cuales le obligará a trasladarse a París.
Lo que Mankell quiso contar. Aunque el incendio y la culpabilidad o no de Fredrick subyace como una suerte de tema secundario a lo largo de la novela, Mankell ha querido -en lo sustancial- reflexionar sobre la vejez y la muerte en la persona del anciano médico retirado, que tiene conciencia de la pérdida de sus fuerzas, y hasta del propio sentido de la vida, mientras que la muerte se le presenta en forma reiterada debido al deceso de varias personas que, como él, viven solitarias en esos páramos últimos, casi olvidados, de la Suecia profunda.
El agreste paisaje, la cada vez más escasa presencia humana (que también destacaba Mankell en “Zapatos italianos”), concurren para acentuar la alegoría sobre la pérdida que nos traza este autor.
Como se dijo, aunque “Botas de lluvia suecas” se refiera al incendio, a la búsqueda del o los presuntos culpables, a las preguntas que suscita el solitario Fredrick, hombre infranqueable, el escritor no ha tenido el propósito de entregarnos un nuevo policial. Por el contrario, aunque se aproxima a sus atmósferas y las recrea en cuanto a ambientes, situaciones de sospechas, de leves misterios, no las vuelve hitos preponderantes.
Le interesa más, amén de la muerte y de la soledad, hablar de las relaciones humanas y de las dificultades para que éstas se concreten y consoliden. Fredrick es en ese sentido un “maestro” para decir o hacer lo incorrecto, para no conectar con el otro, alejado de todo tacto, incapaz de expresar sus sentimientos con claridad. Apela más bien a la represión de sus emociones y por lo tanto mucho le cuesta ser comprendido y, más aún, ser correspondido.
Las relaciones con Louise, con la periodista Lisa y con el cartero Ture Jansson, un personaje también huidizo en cuanto a su carácter, pero fundamental en la trama, son los ejes movilizadores de esta novela que nos lega, pese a todo, un hálito de esperanza en una niña recién nacida, pero que al mismo tiempo dejará un gusto agridulce en el lector, pues sabrá, al final del libro, que está ante la despedida, el mutis por el foro final de ese gran humanista que siempre fue el querido Mankell.
“(Con Lisa Modin)seguimos hablando del incendio. Me pidió que le describiera cómo era la casa, habitación por habitación. Le hablé de las gruesas vigas de roble que formaban parte de las paredes, que fueron cortadas en la zona norte del archipiélago y después arrastradas hasta aquí con caballos sobre el hielo. Mi abuelo se enteró de que uno de esos transportes con vigas de roble se había hundido al lado de una escollera, que por algún motivo se llamaba Kejsaren. Aunque la capa de hielo fuera gruesa, podían aparecer peligrosas grietas ocultas en las proximidades de una escollera o en las aguas poco profundas de las orillas. El caballo, que según mi abuelo se llamaba Rummel, había roto el hielo y se había hundido junto con el carretero, que tenía veinte años. No había nadie cerca, nadie oyó los gritos. Hasta bien entrada la tarde no salieron a buscarlo a la luz de las antorchas. Al día siguiente la grieta se había vuelto a cerrar. No encontraron ni al caballo ni al muchacho hasta que llegó la primavera y el hielo se derritió.
Era como si volviese a dar vueltas por la casa. La impronta dejada por la vida de varias generaciones se había esfumado en unas breves horas nocturnas. Huellas invisibles de movimientos, palabras, silencios, penas, dolores y risas habían desaparecido. Incluso lo invisible se puede convertir en cenizas”.