«Memorias. De Moscú al mar Negro», de Teffi, la obra cumbre de una de las escritoras rusas más queridas del siglo XX.

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En Memorias. De Moscú al mar Negro Nadezhda Alexándrovna Lójvitskaya, más conocida como Teffi, relató su viaje hacia el exilio tras el recrudecimiento de la guerra civil rusa iniciada que siguió a la Revolución de Octubre de 1917.

Teffi, cuya obra incluye relatos, cuentos, folletines, piezas teatrales y hasta canciones, fue una de las autoras más famosas de la Rusia prerrevolucionaria: había caramelos y perfumes con su nombre y era admirada por personajes tan diversos como Bulgákov, Rasputín, Lenin y el zar Nicolás II. Nacida en una prominente familia de San Petersburgo y miembro de la intelligentsia cultural de la época, poco después del estallido de la revolución bolchevique, en 1918, emprendió un viaje para acudir a unas veladas literarias en Ucrania sin sospechar que su odisea terminaría en París, donde viviría exiliada el resto de sus días.

Memorias narra ese periplo, de Moscú a Constantinopla, un peregrinaje que comparte con personajes de lo más diverso, «gente sencilla y poco heroica» que, como ella, se vieron arrastrados por el torbellino de la historia. Teffi describe, con sofisticado ingenio y mucho humor negro, el caos provocado por la revolución y la guerra y nos invita a reflexionar sobre lo que significa perderlo casi todo. ¿Cómo narrar desde el humor un mundo que ha dejado de ser gracioso?, se pregunta la autora, que supo contar su propia tragedia a través de una comicidad cáustica e hiperbólica repleta de empatía y esperanza, pues su verdadero objetivo es narrar la vida misma con sus luces y sombras, sin sentimentalismos y en un tono agridulce. 

Memorias —considerada la obra cumbre de Teffi y publicada originalmente por entregas en el periódico ruso de París Vozrozhdenie, entre diciembre de 1928 y enero de 1930— nos descubre a una autora cuyo talento para la sátira, su perspicacia y su profunda humanidad la convirtieron en una de las escritoras rusas más queridas del siglo XX.

«Nunca imaginé que unas memorias así pudieran existir. Un libro cautivador.» Antony Beevor

«Una de las grandes escritoras de la Rusia de principios del siglo XX.» Simon Sebag Montefiore

«Su ironía incisiva, cáustica, solía ir acompañada de cierta compasión sincera hacía los más desfavorecidos (…). Gastaba mucho humor, pero con un punto melancólico.» Carles Geli (El País)

«Ligeras, ocurrentes y elegíacas al mismo tiempo: unas memorias cautivadoras.» John Gray (The Observer)

«Teffi es capaz de ser desgarradora al mismo tiempo que muy divertida. No puedo recomendarla lo suficiente.» Nicholas Lezard (The Guardian)

Teffi, seudónimo de Nadezhda Alexándrovna Lójvitskaya (San Petersburgo, 1872 – París, 1952), nació en una familia distinguida y muy amante de la literatura. Tanto ella como sus tres hermanas fueron escritoras. Teffi fue una de las autoras más famosas de la Rusia prerrevolucionaria; había incluso caramelos y perfumes con su nombre, y era admirada por personajes tan diversos como Bulgákov, Rasputín, Lenin y el zar Nicolás II. Emigró de la Rusia bolchevique y acabó instalándose en París en 1919, donde se convirtió en una figura relevante del círculo de escritores exiliados, y donde vivió hasta su muerte. Maestra del relato corto, a lo largo de su vida publicó infinidad de cuentos, piezas teatrales y folletines. Entre sus obras, además de sus cuentos, destacan especialmente sus emblemáticas Memorias (Libros del Asteroide, 2024), en las que relata su salida de Rusia durante la guerra civil y que fueron publicadas por entregas en el periódico Vozrozhdenie, en París, entre diciembre de 1928 y enero de1930. Tras su muerte, Teffi cayó poco a poco en el olvido, pero el fin de la Unión Soviética llevó al redescubrimiento de su obra
Fragmentos 
«De Petersburgo llegó una noticia: habían arrestado a una joven artista por leer mis cuentos. En la Checa la obligaron a repetir uno de ellos delante de unos jueces temibles. Pueden imaginarse con qué viva alegría leyó ese monólogo humorístico entre dos escoltas con bayonetas. Y, de pronto —¡oh, feliz milagro!—, después de las primeras frases trémulas, la cara de uno de los jueces se iluminó con una sonrisa.
—Este cuento lo escuché en una velada en casa del camarada Lenin. Es absolutamente apolítico.
Más tranquilos después de oír esto, los jueces le pidieron a la aún más aliviada acusada que continuara la lectura ya “con fines de entretenimiento revolucionario”»
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«Y si no podía levantarme, ¿entonces hasta el día siguiente nadie se enteraría de que estaba enferma? En el hotel no había criados, y no esperaba la visita de nadie. Aterrada, me levanté de un salto y empecé a golpear la puerta.
—¡Estoy enferma! —grité—. ¡Vuelva!
La actriz oyó mi llamada. Media hora después vinieron corriendo unos amigos asustados; traían lo que más necesita una persona enferma: un ramo de crisantemos.
—Bueno, ahora todo irá bien.
La noticia de mi enfermedad salió en los periódicos.Y como la gente, a decir verdad, no tenía nada que hacer, como la mayoría esperaba “los últimos estertores del bolchevismo” y no se ocupaba de nada concreto, mi desdicha tuvo una gran repercusión. Desde la mañana hasta la noche mi habitación estaba llena de gente. Por lo visto, encontraban aquello muy divertido. Traían flores, bombones que ellos mismos comían, conversaban, fumaban; las parejas de enamorados se daban cita en alguno de los alféizares; se compartían los chismes del teatro y de la política. A menudo aparecían personas para mí desconocidas, pero sonreían y se entregaban a la comida y la bebida tanto como las conocidas. Por momentos me sentía incluso superflua en esa alegre compañía. Por suerte, pronto dejaron de prestarme toda atención.
—¿No habrá forma de echarlos a todos? —esbocé mi tímida queja a Ilnárskaia, que me cuidaba.
—¿Qué está diciendo, querida? Se ofenderán. No queda bien. Tenga paciencia. En cuanto se mejore, podrá descansar.»
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«De una peluquería salió una señora conocida.
—¡Qué desastre! Hace tres horas que estoy esperando. Todas las peluquerías están a reventar… ¿Usted ya se ha hecho los rulos?
—No —respondí desconcertada.
—¿En qué está pensando, entonces? Los bolcheviques avanzan. Hay que huir. ¿Por qué va a huir así, despeinada? Zinaída Petrovna ha hecho bien: “Ayer ya me di cuenta de que la situación era grave, así que enseguida me hice las uñas y me ondulé el pelo”, me ha dicho. Hoy todas las peluquerías están a reventar. Bueno, me voy volando…»
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«Empezó a hacer frío, y yo, envuelta en mi pelliza de foca, sobre la que antes había estado acostada, escuchaba las fantasías de Avérchenko y Oliónushka. No he mencionado mi pelliza de foca de forma casual. Esta prenda ha marcado una época en la vida de toda mujer refugiada. ¿Quién no ha tenido una pelliza semejante? Nos la poníamos cuando nos íbamos de Rusia, aunque fuera verano, porque no podíamos desprendernos de ella: era una prenda abrigada y además de valor; y, por otro lado, ¿quién sabía cuánto tiempo duraría nuestra errancia? Vi pellizas de foca en Kiev y en Odesa, aún nuevas, con la piel lisa y brillante. Después en Novorosíisk, ya gastadas en los extremos, con zonas sin pelo en un costado y en los codos. En Constantinopla, con el cuello deshilachado y las bocamangas pudorosamente recogidas. Por último, en París, entre 1920 y 1922. Para 1920, la prenda ya estaba raída hasta el cuero negro y brillante, recortada hasta las rodillas, con el cuello y las bocamangas hechos con una piel nueva, más negra y grasosa: una imitación extranjera. En 1924 la pelliza de foca desapareció. Solo quedaron retazos, recuerdos fragmentarios cosidos en el cuello o en las mangas de otro abrigo, a veces en el dobladillo. Nada más. En 1925, la mansa y cariñosa foca fue devorada por las hordas de gatos teñidos que nos invadieron. Pero incluso ahora, cuando veo una pelliza de foca, recuerdo toda esa época de la vida de refugiada; en los vagones de mercancías, en la cubierta de un barco o en la cárcel, extendíamos debajo de nosotras la pelliza cuando hacía buen tiempo y nos envolvíamos en ella cuando hacía frío. […] Querido y entrañable animal, confort y defensa en los tiempos difíciles, estandarte de la mujer refugiada. Sobre ti puede escribirse un poema entero. Te recuerdo y te saludo.»