Iba a comenzar esta reseña señalando a Dicker como máximo exponente de la novela negra, pero creo que es una expresión ya muy manida, y que sobra, puesto que para todo aficionado al género esto resulta más que evidente. Nombres como Dicker, Lemaitre, Connolly, Hawkins, Larsson… han sentado cátedra y sus lecturas son evidentes entre los amantes del noir, por lo que resultaría redundante hablar de la calidad del autor de Un animal salvaje.
Tal vez lo que sorprende de Dicker es su juventud. Su talento es evidente, pero que se manifieste desde tan joven —a los diecinueve escribió un relato para un concurso, y estaba tan bien escrito que los jueces creyeron que se trataba de un plagio—, es lo llamativo. A los diez años fundó su propia revista sobre naturaleza, la cual dirigió durante siete años, recibiendo el Prix cuneo a la protección de la naturaleza, fue nombrado «Redactor más joven de Suiza». Recordemos que su obra más emblemática, La verdad sobre le caso Harry Quebert, fue publicada cuando tenía veintisiete años. Así que acudir a Joël Dicker, es acudir a lo seguro.
En la obra de Dickër es recurrente el mensaje: Ten cuidado con el pasado, tarde o temprano te alcanzará. En esta, su séptima novela, no iba a ser menos. Aquí nos narra como dos delincuentes se disponen a atracar una famosa joyería de Ginebra. Días antes de que se perpetre el delito, vemos como el matrimonio formado por Sophie y Arpad Braun viven en su idílica casa de cristal formando una familia tan idílica como su hogar, junto a sus dos hijos pequeños. Cerca de ellos viven Greg y Karine, él un policía intachable, y ella, su amante esposa, que envidian a la vez que admiran la perfección de los habitantes de la casa de cristal, él, en particular, roza la obsesión por Sophie.
Joël Dicker sigue demostrando que domina los tiempos como nadie, y que en la novela, donde la historia no es lineal y se compone de elipsis que van hacia adelante y atrás, nos da las dosis justas de información. Consigue crear una atmósfera única que nos atrapará, y sin darnos cuenta habremos acabado la lectura. Como un buen prestidigitador, va rebelando solo lo imprescindible, y cuando nos tiene distraídos y en vilo con la trama, de repente, sin darnos cuenta hemos perdido de vista la otra mano, y más rápido que la vista, “¡tachán!”, nos fascina con un giro que hará que nos vuele la cabeza —o un plot twist, como dicen los modernos.
Pero Dicker no consigue fascinarnos únicamente con sus enrevesadas y sorprendentes historias, las refuerza gracias a los personajes bien construidos que las protagonizan. Todos con tal maestría y con tantas capas que cuando creemos conocerlos, nos vuelven a sorprender al desprenderse de una nueva máscara. Historias donde nunca podemos dar nada por sentado.
El autor vuelve a demostrar por qué es uno de los grandes y por qué ocupa el puesto que ocupa dentro del género. Resulta ser un soplo de aire fresco dentro del thriller, tan maltratado y explotado últimamente. Y es que a estas alturas, encontrar historias como esta donde la originalidad aún no se ha perdido, y que atrapa tanto que de repente te das cuenta de que has llegado al final sin ser consciente de haberte leído sus más de cuatrocientas páginas, es de agradecer debido a que en estos tiempos las estanterías de las librerías están copadas de historias que pretenden ser originales, pero que inevitablemente acuden de nuevo a los clichés ya tan machacados.
Dicker no solo nos fascina, también nos alienta a sorprendernos, demostrando que quedan buenas historias por contar.