Utopia Avenue de David Mitchell: convertiremos la lectura en una experiencia multisensorial

Hay novelas que parecen nacer con vocación cinematográfica: el ritmo de ciertas escenas, la segmentación de la trama, la caracterización de los personajes, inducen al lector a anticipar ese posible cambio de soporte mientras, casi sin querer, imagina el casting de los protagonistas. David Mitchell, con su última novela, va más allá, sirviendo en bandeja a las plataformas digitales una serie completa de tres temporadas. O al menos eso sugieren las tres partes en que queda dividido un texto conformado por capítulos independientes.

La relación de Mitchell con la pantalla no se limita a la adaptación de su novela El atlas de las nubes, sino que también se extiende a los guiones de Matrix Resurrections y la serie Sense8. Pero la propuesta que supone Utopia Avenue se singulariza por su espléndida banda sonora, la que surge de ese momento de explosividad creativa que fue el final de los sesenta. Sus temas, que el lector puede fácilmente buscar y reproducir, suenan de fondo en las distintas escenas, mientras que el autor se permite aportar otros cuyas letras e incluso acordes sugiere. Si, además, nos da por seguir las peripecias de los personajes en un mapa digital, convertiremos la lectura en una experiencia multisensorial.

Lo que propone Mitchell es una inmersión en los convulsos años 67 y 68, acompañando por las calles del Soho londinense a los integrantes del grupo que da nombre al texto. Podremos asistir así a las peripecias de su formación bajo la tutela de un representante especialmente honrado, a sus comienzos titubeantes con actuaciones al borde del desastre, a su consolidación, a su éxito, en fin, el recorrido habitual. Eso incluye boda, funeral, traiciones, y un repaso a los variados orígenes de los miembros de la banda y, como consecuencia, la creciente empatía del lector hacia unos personajes perfectamente delineados.

La interacción de estos con las figuras, consolidadas o aún en potencia, del ambiente cultural de aquellos años, se resuelve en vívidas escenas cargadas de sugerencias y nostalgia. Así, acompañamos al miembro disléxico emocional del grupo a una oscura sesión en la que participan Allen Ginsberg y Syd Barrett, o a un club exclusivo en el que, ante la presencia de Michael Caine y George Best, comparte confidencias con el también trastornado Brian Jones. Somos además testigos de la deriva alcohólica de Bill Evans y Francis Bacon, y de las fiestas en las que nuestros protagonistas pueden cruzarse con Lennon, Hendrix, Bowie, Roger Moore o Peter Sellers y, al otro lado del Atlántico, con Janis Joplin y Leonard Cohen.

Mitchell no se olvida de nadie, ni de hacer reflexionar a la parte femenina de la banda sobre su posición y la de sus congéneres en un ambiente que no hace sino replicar la mentalidad patriarcal dominante. Y nos recuerda la represión de las marchas contra la guerra de Vietnam o los disturbios durante la Convención de Chicago, queriendo mostrar con todo ello la cercanía de aquella música popular con las experiencias de sus creadores, pero sin obviar el poder del mercado para absorber todo tipo de expresiones contraculturales.

Y como no podía ser de otra forma, la mística trascendente del autor británico irrumpe en el texto aprovechando las iluminaciones psicodélicas del momento y los problemas psíquicos del guitarra del grupo. Por cierto, ese personaje resulta ser descendiente del protagonista de su novela Mil otoños, en la que también aparece el extraño médico que se ocupa de sus dolencias, mientras que una periodista que sigue al grupo había ya aparecido en El atlas de las nubes. Y es que, para acompañar esa noción de conciencia que todo lo engloba, los textos de Mitchell están entrelazados por conexiones que los muestran como formas individuales de una obra única.

En cualquier caso, esta parte del todo resulta incuestionablemente divertida y, a poco que el lector disfrute con la evocación de aquellos años inolvidables, imprescindible.

Rafael Martín