Resulta indudable que George Orwell es uno de los escritores más influyentes del siglo XX. Sus novelas Rebelión en la granja y, sobre todo, 1984, han ido más allá de la mera literatura y se han convertido en narraciones icónicas, sujetas a todo tipo de interpretaciones y de las que han surgido términos que son ya parte del lenguaje cotidiano. Posiblemente la experiencia que más marcó a Orwell fue su participación en nuestra Guerra Civil, aterrizando en ella como un idealista que quería luchar contra el fascismo, terminó siendo testigo directo de cómo el Partido Comunista organizaba una brutal represión contra el POUM. Al conseguir huir de nuestro país se llevó a Inglaterra una valiosa lección que tenía que ver con la verdadera naturaleza de la distopía totalitaria en la que se había convertido la Unión Soviética bajo Stalin. El Estado comunista pasaba a controlar la vida de sus ciudadanos de tal modo que era capaz de reescribir la Historia a su antojo: el fiel aliado de hoy podía convertirse de la noche a la mañana en un feroz enemigo, un fenómeno que se reprodujo también en la Alemania de Hitler.
Orwell siempre tuvo muy claro que la libertad de prensa y la de escritura consistían, entre otras cosas, en la posibilidad de decirle a la gente lo que no quiere oír, un principio que también aplicó a sus relaciones personales, a veces con resultados desastrosos. Esa capacidad de contemplar lo que se tiene delante de los ojos frente a lo que disponga el discurso oficial a veces resulta un ejercicio muy difícil, sobre todo en esta era de la sobreinformación y de las redes sociales. En cualquier caso, los escritos de Orwell siempre han gozado de un inmenso prestigio entre todas las tendencias políticas, como paladín de las libertades y de la verdad. Izquierda y derecha han intentando apropiárselo, aunque el autor de Homenaje a Cataluña siempre se declaró socialista democrático, frente a los discursos autoritarios disfrazados de populismo. Para él las libertades conquistadas después de tantos siglos de lucha eran frágiles y podían ser destruidas con suma facilidad si no eran continuamente defendidas, la gran lección, como hemos dicho, que aprendió en nuestro país. Ya en el ensayo Recuerdos de la Guerra de España, escrito en plena Segunda Guerra Mundial, el autor va dejando ver algunas de las principales ideas que conformarían su novela más famosa:
“El objetivo tácito de este modo de pensar es un mundo de pesadilla en el que el líder máximo, o bien la camarilla dirigente, controle no sólo el futuro, sino incluso el pasado. Si sobre tal o cual acontecimiento el líder dictamina que «jamás tuvo lugar»… pues bien: no tuvo lugar jamás. Si dice que dos más dos son cinco, así tendrá que ser. Esta posibilidad me atemoriza mucho más que las bombas. Y conste que, tras nuestras experiencias de los últimos años, una declaración así no puede hacerse frívolamente.”
Es por eso que 1984, siendo una novela, es algo más que una ficción. Es una especie de advertencia – no una profecía – que lanza Orwell después de haberse pasado media vida analizando la naturaleza de los totalitarismos que proliferaron en la primera mitad del siglo XX. Es una distopía en la que la terrible sociedad que describe está en gran parte basada en una realidad llevada hasta el extremo. El comunismo soviético va a ser el principal objetivo de la denuncia, puesto que se trataba de una ideología con un contenido muy atractivo – nada menos que la redención del proletariado, al que se le prometía un paraíso en la Tierra – por lo que debía apelar frecuentemente a la mentira para convencer a sus oprimidos ciudadanos de que iban en la dirección correcta hacia las costas de Utopía. Los dogmas inapelables pueden cambiar de un día para otro y la nueva realidad debe ser aceptada de manera inmediata. Algo descrito genialmente en la novela como doblepensar. Así el Ministerio de la Verdad, para el que trabaja el protagonista, controla el pasado, el presente y el futuro y dictamina cual es la realidad de cada momento. Una idea monstruosa con capacidad para borrar de un plumazo a ideas, acontecimientos y personas de la Historia y que es capaz de conseguir que un individuo acepte que dos más dos son cinco si el Estado así lo dictamina.
El gran logro del libro de Dorian Lynskey es contarnos de manera magistral cual fue el proceso de elaboración de 1984 y la influencia que ha tenido la novela en diferentes épocas. Lynskey describe como Orwell se dejó la poca salud que le quedaba cuando revisaba la última versión de la novela postrado en la cama y también las reacciones de sus primeros lectores, que se sorprendían ante un texto con un contenido sumamente perturbador, como la de su primer editor, Fredric Warburg:
“Es uno de los libros más aterradores que he leído. (…) Orwell ha perdido la esperanza, o al menos no deja ni un resquicio de esperanza a sus lectores, ni siquiera una llama temblorosa. Se trata de un estudio del pesimismo absoluto, excepto quizá por el hecho de que, si un hombre puede concebir 1984, tiene que tener también el deseo de evitarlo.” (pag. 254).
Esta descripción de una sociedad totalitaria sustentada con una mezcla de ideología, burocracia, tecnología y miedo fue desde su publicación un gran éxito entre sus lectores y objeto de debates, interpretaciones y utilizaciones interesadas que llegan hasta nuestros días, puesto que uno de los rasgos más geniales de la novela es precisamente su ambigüedad calculada, que permite identificarla con males pertenecientes a épocas muy distintas. Evidentemente su influencia ha llegado intacta a nuestros días, descritos con mucho acierto por Shoshana Zuboff como de capitalismo de vigilancia. En esta era de pantallas, datos encriptados, cámaras de seguridad, redes sociales y también de proliferación de hechos alternativos, Orwell está más presente que nunca en el debate público con una novela que pertenece al imaginario colectivo incluso de quienes no la han leído nunca. Lo más paradójico es que ya no se necesita un Estado totalitario ni un régimen de terror para poder conocer los secretos más íntimos de la gente, puesto que la mayoría acepta con entusiasmo exponerse en público o dejar información de sus movimientos, de sus gustos y de sus compras a corporaciones que harán un uso oscuro y sumamente interesado de esos datos. La conclusión de Lynskey es clara:
“Orwell fue al mismo tiempo demasiado pesimista y no lo suficientemente pesimista. Por un lado, Occidente no sucumbió al totalitarismo; el consumismo (y no una guerra interminable) se convirtió en el motor de la economía global. Pero no supo valorar la tenacidad del racismo y del extremismo religioso. Tampoco fue capaz de anticipar que los hombres y mujeres comunes y corrientes abrazarían el doblepiensa con el mismo entusiasmo que los intelectuales y, sin necesidad de recurrir al miedo ni a la tortura, elegirían creer que dos más dos es lo que quisieran que fuera.” (pag. 388).