Para mí “Prolepsis” ha sido como un agujero negro. Es un librito en apariencia pequeño —ciento cincuenta y seis páginas— casi vulnerable con su encuadernación en rústica. Pero a medida que lo vas leyendo, ves que su peso es mucho mayor a su masa e inevitablemente te atrapa. Su peso consta de una historia tan tangible como desgarradora. Una historia que pesa por su verdad, y en la que, de una u otra manera, nos vemos reflejados. Porque todos, sin excepción, hemos recapacitado alguna vez en la transitoriedad de la vida. Más palpable aun cuando asistimos a ella como espectadores, sintiéndola de forma empírica en quien nos precede. Todo ello tan bien reflejado en su título. Prolepsis, en la cuarta acepción que emplea el diccionario de la Real Academia Española, señala su significado: “Pasaje de una obra literaria que anticipa una escena posterior rompiendo la secuencia cronológica”. Esto se podría emplear en este caso, puesto que de una obra literaria se trata, pero pienso que aquí lo más correcto sería emplear su primera acepción: “ En la doctrina de los epicúreos y estoicos, conocimiento anticipado de algo”. Y es que en esta historia, donde un padre y su hijo comparten una tarde donde rememoran recuerdos de una vida pasada, somos conscientes de que tal vez sea la última.
Miguél Á. González, intenta vivir del cuento desde 2003. Autodenominado cuentista (confiesa en la solapa), en sus tres, ya que estamos, acepciones. Es un escritor, guionista y dramaturgo prolífico. Contando en su haber con premios prestigiosos en esto de escribir como son: el premio Pedro Atarrabia, NH Mario Vargas Llosa, el Antonio Machado de cuentos Ciudad de Martos, premio Café Gijón, premio Ciudad de Alcalá y el premio Novela Ciudad de Badajoz con el título que nos ocupa hoy. Como dramaturgo le han sido otorgados los premios Fray Luis de León y Max Aub. Atreviéndose con distinto géneros, presumo que —al ser este su primer libro que leo— no lo abandona la necesidad de contar historias, pero que si todas son como “Prolipsis”, más que escribir lo que hace es volcar su corazón sobre la página en blanco.
“Prolepsis”, está dividido en tres partes o capítulos: Las despedidas, Los que se van y Los que se quedan. Donde el autor nos narra la biografía de Augusto desde el punto de vista del su hijo Mina, en aquellos años un niño, y es un niño el que nos traslada las vicisitudes de ese gigante de manos enormes que luchó por el titulo de campeón del mundo en un deporte tan falso como la vida que fraguó. Juntos veían los combates de wrestling. Su padre, apodado Mastodonte, no tuvo suerte en ello, tampoco en el atraco que realizó a una sucursal del Banco Hispano Americano con la réplica de un revólver Smith & Wilson. Mina, ya adulto, nos hace cómplices de sus vivencias. Una vida muy diferente a la de su progenitor, pero no exenta de esa pátina de autoengaño, denominándose escritor, cuando se gana la vida impartiendo cursos de escritura, con una sola novela publicada hace más de veinte años. El padre de Mina pasará sus últimos días en un lugar donde hay un lago rodeado de césped con un montón de patos en sus aguas. Pero el lago y el césped son de plástico, y los patos de madera. Terminará sus días en un lugar tan falso como la propia vida que ha tenido.
Narrada de forma que rezuma melancolía, no podemos evitar sentir pena por ese gigante en cuya vida nunca lo acompañó la suerte. Son pocos los diálogos que aparecen en el libro, solo los necesarios, ya que la huella impresa por el relato de nuestro narrador es suficiente para hacernos llegar la historia y empatizar con este perdedor que nunca dejó de intentarlo.
Lo más admirable es que Miguel Á. González sabe transmitir sin escribir. Mediante un lenguaje sutil nos traspasa esa nostalgia mal entendida, esa pátina de patetismo que acompaña la historia. Como ejemplo tenemos esa moneda lanzada desde la decimosexta planta y en cuya caída dentro de una piscina se deposita la fe de un futuro mejor, y cuyo acierto alegra a todos por creer en su buen augurio, pero que al día siguiente, el propio Mina la localiza entre las tumbonas: «descubrí […] Un objeto plateado situado entre dos tumbonas. Era redondo. Me agaché para verlo mejor. Se trataba de una moneda […] Al pasar junto a la piscina rumbo a la recepción la tiré al agua. Se hundió en menos de un segundo. No sirvió de nada» (pag. 56) Solo con este párrafo captamos toda la desesperanza y resignación que emanan sus personajes. Todo ello aderezado con una fina y sutil ironía que nos arrancará más de una sonrisa.
Una novela que pese a su apariencia liviana contiene un gran peso en sus páginas que nos hará reflexionar y cuestionarnos si lo estamos haciendo bien. Una historia sincera que viajará directamente desde los ojos al corazón.