Aunque se trate de uno de los países más visitados del mundo, el inmenso patrimonio de España, el gran legado de nuestros antepasados, dista mucho de haberse conservado de manera idónea, tanto en el pasado inmediato como en el presente. Aunque el desastre del urbanismo de nuestras ciudades y pueblos comenzó en los años sesenta, con el desarrollismo franquista, los distintos gobiernos democráticos que se han sucedido desde la muerte del dictador no han hecho sino apuntalar esta tendencia estimulados por los intereses de los agentes inmobiliarios y el dinero fácil y la corrupción que producen:
“Un país donde fue abandonado y despreciado el estilo despojado y elegante, emanado de la sutil tradición cristiana, judía y morisca, que pujaba desde finales del siglo XIX y principios del XX: de 1886 a 1936, la segunda edad de oro de la cultura española, según Juan Marichal. Su momento de plenitud vanguardista se vivió en los años de la Segunda República, y, liquidada esta, de ahí en adelante fue dejando paso a un territorio zombi, a un Estado donde se perdió la esperanza idealista del urbanismo de los seres humanos de buena voluntad, ese que el filósofo francés Henri Lefebvre atribuía a profesionales de la arquitectura e intelectuales inspirados en modelos agrarios evolucionados; un proceso humanista que, según él, invoca al pueblo, a la comunidad, al barrio, al ciudadano.” (pags. 28-29).
Como bien señala Andrés Rubio, el pecado original de nuestra democracia es no haber incluido en la Constitución el derecho al paisaje, el derecho a la conservación no solo del patrimonio, sino también del entorno que rodea el mismo, no estropeando vistas panorámicas ni construyendo edificios que deterioren el mérito artístico o tradicional de los ya existentes. La mayoría de nuestras urbes han sido tocadas por este cáncer que vulgariza los paisajes con construcciones de poca calidad arquitectónica: interminables urbanizaciones de adosados, naves industriales o edificios de viviendas que aparecen por todas partes vulgarizando lo que podía tener de singular cada lugar. Rubio anhela un modelo como el francés, en el que el Estado ha dedicado ingentes recursos a proteger y a restaurar paisajes con una delicadeza y gusto por el detalle extraordinarios.
En realidad si el autor hubiera querido España fea se podía haber convertido en una enciclopedia, en vez de un volumen de cuatrocientas páginas, tan vasto sería el hipotético catálogo del daño sufrido por nuestro patrimonio. En muchísimas de nuestras ciudades podemos observar una abundante y espantosa mezcla de estilos antiguos y modernos en las calles, derribos de palacios o conventos, desigualdad de alturas en los edificios y gusto exagerado en ocasiones por lo kitsch, sobre todo en los territorios de costa. El destrozo de nuestro litoral es ya irremediable, no ya solo desde el punto de vista urbanístico sino también, y lo que es quizá más grave, desde el ecológico. En España se ha abusado de esa falsa idea de progreso que consiste en construir cuanto más mejor y hacer dinero a base de pelotazos urbanísticos para acabar derivando en inmensas burbujas inmobiliarias.
También es cierto que el autor describe algunos oasis de buen hacer que han quedado en España. Pueblos como Vejer de la Frontera, islas como Menorca o ciudades como Barcelona son muestra de lo que podía haber sido el resto de España si se hubieran aplicado los mismos criterios de conservación que en estos territorios, pero la complicidad de políticos, promotores, constructores y arquitectos – con muy honrosas excepciones – junto con la pasividad del resto de la población han hecho imposible una política urbanística parecida a la francesa. Pocas veces nos encontramos con libros tan necesarios como capaces de hacernos reflexionar acerca de unos males que se han vuelto endémicos en España.