Durante siglos, Occidente se manchó las manos de sangre organizando una de las prácticas más abominables de la Historia: el comercio de esclavos desde las costas de África a América y Europa. Este es un hecho bien conocido, pero el libro de Marcus Rediker está dedicado a describir los estremecedores detalles de este tráfico que provocó un sufrimiento inimaginable a millones de personas. Hay que imaginar las sensaciones de hombres, mujeres y niños arrebatados – en numerosas ocasiones de forma violenta – de sus aldeas para ser llevados en terroríficas marchas que podían durar meses hasta la costa, donde los esperaba su terrible destino: el barco de esclavos. Una vez hacinados en la bodega como la carga valiosa en la que se habían convertido, podían pasar otros tantos meses de espera hasta que el buque se llenaba de semejantes y zarpaba hacia un destino incierto para ellos. Así lo recogía una de las víctimas, el antiguo esclavo Oaludah Equiano:
“Ahora que todos estaban confinados bajo cubierta, los compartimentos estaban “tan atestados que casi no había espacio para darse la vuelta”. Los esclavos estaban apiñados en un lugar reducido, en el que cada uno disponía de un espacio más o menos equivalente al de un cadáver en un ataúd. La “irritación de las cadenas” dejaba en carne viva muñecas, tobillos y cuellos. Los esclavos estaban sometidos a un calor extremo y a una pobre ventilación, una “copiosa sudoración” y mareos. El hedor, que era ya “repugnante”, se tornó “absolutamente pestilente” cuando el sudor, los vómitos, la sangre y las “necesarias tinas” llenas de excrementos “casi nos sofocaron”. Los gritos de los aterrorizados se mezclaban en una cacofonía con los estertores de los agonizantes.” (pag. 167).
Aunque en muchas ocasiones los prisioneros forzados a un miserable destino común acababan convirtiéndose en hermanos, las condiciones de su cautiverio podían hacer de su viaje un auténtico infierno: el hecho de pasar todo el viaje encadenados de dos en dos, el tremendo hacinamiento, que conseguía que apenas contaran con espacio para moverse y que desplazarse hacia las tinas para hacer sus necesidades se convirtiera en un trayecto muy penoso, pues era muy difícil emprenderlo sin pisotear a muchos de sus semejantes, lo que podía acabar derivando en peleas. Además, en numerosas ocasiones se ponía juntos a gente de tribus rivales, lo que elevaba a límites insoportables la tensión en las bodegas. Las horas en las que se dejaba salir a los cautivos a cubierta para respirar un poco de aire tampoco estaban exentas de una particular práctica humillante: se obligaba a bailar a los esclavos, porque se consideraba que eso ayudaba a que la mercancía llegara en buena forma física a su destino.
En la cúspide de todo este sistema de terror se encontraban los capitanes de barco, unos auténticos déspotas que gobernaban con mano fiera su pequeño territorio marítimo y no permitían la menor disidencia frente a su autoridad absoluta, usando el látigo con tremenda liberalidad. Nombrado por un comerciantes o grupo de comerciantes propietarios del barco, era el principal responsable del éxito económico del arriesgado viaje y este objetivo requería contratar a gente particularmente cruel, que fuera capaz de disciplinar de manera terrorífica cualquier disidencia por parte de esclavos y marineros. Los tiburones que constantemente rodeaban los buques negreros sabían que tarde o temprano obtendrían algún premio en forma de cadáver, esclavo castigado o cautivo que intentaba escapar del barco de la manera más desesperada.
También los marineros fueron víctimas de este sistema. Casi ninguno quería enrolarse en un barco de esta índole y quienes lo hacían llegaban a bordo en muchas ocasiones engañados por los oficiales que los instaban a emborracharse en las tabernas del puerto y luego pretendían rescatarlos de la prisión por deudas a través de un contrato para trabajar en una travesía a África. La comida era mala, el trabajo extenuante y las enfermedades estaban a la orden del día, amén de otros muchos peligros que debían afrontar en tan largo viaje que solía durar en torno a un año si todo salía más o menos como estaba previsto. Los trabajadores se encontraban sometidos todo ese tiempo a la disciplina arbitraria de su capitán, que podía decidir aplicar los más crueles castigos por las faltas más nimias, ensañándose sobre todo con grumetes que afrontaban sus primeras travesías. Muchos de ellos eran abandonados en puertos de América, después de vender a su mercancía esclava, sin posibilidad de regresar a sus hogares en Inglaterra, sobre todo si llegaban hasta allí enfermos o lisiados.
A finales del siglo XVIII el movimiento abolicionista tomó impulso gracias a la difusión de numerosos testimonios de gente que había participado en el odioso comercio de esclavos, con la ayuda de dibujos que ayudaran al público a comprender la situación inhumana que debían afrontar los cautivos, como el famoso grabado que los representaba hacinados en la bodega del barco. Uno de los más grandes héroes de este movimiento fue el británico Thomas Clarkson, que dedicó enormes esfuerzos a hacer conocer este material y a investigar minuciosamente los engranajes de la trata, lo que acabaría culminando, en 1807, con la Ley británica del fin del comercio de esclavos.
Con Barco de esclavos, el historiador Marcus Rediker ha culminado un trabajo ciertamente magistral, un esfuerzo por acercarse al sufrimiento cotidiano de los millones de personas que protagonizaron este episodio negro de la Historia, recordando en su capítulo final que “los dramas en los que participaban capitanes, marineros y cautivos africanos a bordo de los barcos formaban parte de un drama mucho mayor: el surgimiento del capitalismo y su desplazamiento por todo el mundo.” (pag. 468).