Para su anterior novela, ‘El gigante enterrado’ (2015), Kazuo Ishiguro eligió el territorio mítico de una Inglaterra medieval y mágica, y lo cargó de símbolos. En su última obra ‘Klara y el sol‘ regresa a la ficción futurista que ya abordara en ‘Nunca me abandones’ (2005), y que había cargado de negras sombras.
Klara, la narradora, es una androide B2 modelo AA alimentada por energía solar, particularmente dotada para empatizar con los humanos. A pesar de no ser de última generación, la adolescente Josie la elige sin dudar como compañera después de verla en el escaparate de la tienda en el que los distintos AA se turnan para tomar el sol y contemplar el exterior. Pronto sabremos del delicado estado de salud de Josie, y de las promesas que ella y su vecino Rick se han hecho para el futuro. A pesar de sus capacidades, Rick no es un chico mejorado genéticamente, cualidad que establece una clara diferencia de clase con respecto a los que sí lo están, como Josie y sus amigas.
A partir de estos elementos y a través de la voz ingenua de Klara, Ishiguro construye una narración redonda en la que, mediante ciertos comentarios e insinuaciones de los personajes, va creando una atmósfera tan inquietante como la de su anterior relato futurista, en el que unos jóvenes se preparan para un destino del que solo tienen negras intuiciones.
En aquel texto ya aparecía una idea que se convertirá en una constante en la obra de Ishiguro: la posibilidad de redención a través del amor verdadero. Los personajes de ‘Nunca me abandones’ han oído que podrían postergar su destino si demuestran, mediante creaciones propias que reflejen su ser profundo, que el vínculo amoroso que los une es auténtico. De igual forma, los ancianos protagonistas de ‘El gigante enterrado’ podrían quizás vivir en una plácida isla si convencen al barquero, mediante sus respectivos recuerdos, de que su amor genuino les hace merecedores del viaje en común. Ahora Klara interpela a Rick sobre sus sentimientos hacia Josie, porque de la fortaleza de aquellos podría depender la curación de la niña.
No faltan en ‘Klara y el sol’ momentos de ese onirismo que tan bien maneja el autor británico de origen japonés, y que llevó a la excelencia en ‘Los inconsolables’ (1995). Ese tipo de atmósfera es la que, aquí, rodea la cafetería en la que, en medio de una oscuridad solo rota por la luz que sale de su interior, se reúnen los protagonistas.
Hay también una especie de diálogo con la novela que su compañero de generación Ian McEwan publicó hace un par de años: mientras que Adán, el androide de ‘Máquinas como yo’, muestra la perplejidad de una mente perfecta ante las flagrantes contradicciones del comportamiento humano, Klara reproduce alegremente algunos de sus rasgos más irracionales, contraponiendo su inteligencia emocional a la lógica implacable de Adán. Klara, además, ejemplifica la capacidad de un ente artificial para albergar sentimientos, cuya interrelación con los humanos no hace sino reforzar. Por su parte, la integridad preestablecida de Adán, a prueba de laberintos éticos, parece ser víctima de los inputs de su propietario.
Ambos textos comparten, pues, inquietantes reflexiones sobre lo esencial de la condición humana. McEwan, al asomarse a ella, nos acerca al abismo de nuestra mortalidad como especie. Ishiguro, por su parte, vuelve a preguntar: ¿hay algo verdaderamente inasible en el interior de cada ser humano que lo hace único?
Rafael Martín