Por: Lucía Carballeda*
La vida tiende a ser pendular, a llenarse de accidentes que escapan a nuestro alcance. Tomar conciencia de lo que el ser humano es capaz de controlar y lo que no, principio tan defendido por el estoicismo y el pensamiento filosófico de Nietzsche, se vuelve casi obligatorio.
Asumir nuestra naturaleza vulnerable y convertir el acontecimiento trágico en oportunidad es uno de los ejes en torno a los que gira el último ensayo de Ignacio Castro Rey. Lluvia oblicua defiende una pedagogía del impacto o choque, del hecho traumático, desde sus primeras páginas:
“Este libro querría ser un estuche de traumas. Ayudar al lector a armarse con un pensamiento que permita entrar y salir de nuestro conmovedor retiro con una impertinencia nueva, con el descarado humor de una franqueza hoy en desuso. La ternura no necesita doctrinas. Su bien sólo consiste en aceptar el mal que somos y darle forma“.
Lejos de dar la espalda al mal, Ignacio Castro nos invita no sólo a aceptarlo, sino a abrazarlo, para convertirlo así en antídoto, en senda de aprendizaje. Una idea que en su capítulo VII, “La inmediatez ética de la belleza”, se convierte según el autor en el propio origen del arte:
“Con frecuencia un artista se hace a raíz de un accidente que cambia su biografía y le empuja a un salto, a una tecnología punta que la humanidad inventa para sobrevivir a heridas anímicas o corporales difíciles de curar por otras vías”.
La herida como escuela, la pedagogía del error, adquiere en las páginas de este ensayo la forma de un trampolín:
“No se escribe una novela con la imaginación, tampoco leyendo o navegando en una selecta intertextualidad. Se escribe a golpe de exterior, con impactos reales que no tienen más cura que buscar la palabra de su trauma (…). Se crea desde la naturaleza, no desde la cultura. Desde una patología difícil que siempre roza lo clínico; incluso lo desborda, por eso es capaz de tratarse a sí misma”.
Este impacto real, esta bofetada inesperada la encontramos también en el concepto de punctum introducido por Roland Barthes, que Castro Rey recupera para referirse a ciertos impactos visuales. La punzada es la herida mínima que necesita una imagen para dejar huella en el espectador. El punctum frente al studium, el encuentro casual con una imagen luz frente a lo trivial que solo nos entretiene:
“En las páginas que le dedica a Las meninas, Foucault recuerda un consejo de Pacheco a Velázquez: la imagen debe salir del cuadro. Esta herida, punzada o punctum, es lo contrario de la seguridad habitual, donde la imagen es contenida por el studium del cliché que la subtitula.
Queda la advertencia de Godard: “¿Estamos preparados para ciertas imágenes luz sin explicación, que nos dejan sin palabras? Imágenes que suspenden nuestra sistemática obsesión por el contexto, pues lo rehacen desde una constelación vertiginosa que no deja nada fuera”.
Cerca siempre de la Stoa, el autor de Lluvia oblicua apela a la pedagogía del choque traumático, a vencer el mal, lo maldito, soportándolo a la manera del poeta Wiston H. Auden, de quien recupera esta expresión, extraída de uno de sus versos: Haz de tu maldición un viñedo.
Una vez digeridos sapos y culebras, puede hacer su aparición la belleza, incluso cierta fortaleza, cierta serenidad. Y un pueril sentido del humor, blanco y negro, del cual estamos bastante necesitados en este mundo veloz, estresado. ¿Así se doblega el mal, se logra la “victoria” en Lluvia oblicua? No exactamente, pues Ignacio Castro no olvida las palabras de uno de los poetas del pasado siglo: ¿Quién habla de victoria? Sobreponerse es todo (R. M. Rilke).
“De alguna manera, existe la belleza porque el mundo no tiene remedio, ninguna otra solución que entrar en él y aceptar lo inmundo. Su imperfección, su injusticia originaria sólo cabe comprenderla, abrazarla”. Vencer el mal entrando en él es lo que los estoicos nombraban con la expresión amor fati, un “amor al destino” que nos hace dignos de cierto temple de ánimo frente a las inevitables adversidades.
*Historiadora del arte