Tras un percance inesperado y de cierta gravedad sentimos la necesidad de rebobinar mentalmente buscando el momento en que, de forma inexorable, nuestro camino se desvió hacia el infortunio. No importa que ya estemos al tanto de las reglas del azar y de la inutilidad de descubrir una ruta alternativa. Cuánto más poderosa no será esa fuerza de retroceso después de sufrir la mayor de las tragedias personales. Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) nos describe en su última novela distintas formas de caer en esa regresión, desde la que conduce a un bucle infernal sin salida, hasta la que aprovecha el reflujo que los felices recuerdos producen para rebotar hacia un futuro posible.
El punto de partida es la terrible explosión que se produce en el bloque donde, en un piso Erasmus del centro de Lyon, celebraban una fiesta de viernes sus cuatro ocupantes y dos invitados. Solo uno de ellos salvará la vida: Paul, estudiante francés de Bellas Artes y narrador de los capítulos que abren y cierran el texto. La descripción de la devastación y el asombro ante las azarosas decisiones que le han conducido a la supervivencia, acompañan el relato que aquel realiza de la vida y las ilusiones de sus amigos, unos jóvenes movidos por “la fuerza invisible de las expectativas”.
En los restantes capítulos se turnan distintos narradores para describir la desolación que se abate sobre familiares y allegados, el quebranto, quizás definitivo, de sus vidas. Junto a dolorosas escenas se irá levantando, además, el andamiaje literario que acabará por situar a aquellas en el núcleo del relato pero sin agotarlo ni simplificarlo. En la periferia de ese núcleo situará el autor gallego el hilo que conduce desde una familia de origen marroquí, perfectamente integrada y vecina de los estudiantes, hasta una activa célula yihadista.
Una de esas voces es la de un magistrado sevillano del Opus Dei, autoritario e intransigente, ignorante de los devaneos de su mujer, y cuyos enfrentamientos con la hija que acaba de perder llevaron a esta a buscar una distancia salvadora. Otra es la de la quiosquera que se convierte en una especie de segunda madre de los jóvenes, o la de la hermana del miembro italiano del grupo, con quien esta seguía manteniendo una complicidad inmune a la distancia, y, quizás la más potente y conmovedora, la voz de la doctora que asiste a las víctimas sepultadas bajo las ruinas.
El desgarro sin concesiones de algunos pasajes queda equilibrado en parte por esa querencia de Tallón por las historias colaterales, los personajes sugerentes y los detalles luminosos de la que ha dado muestras a lo largo de su obra periodística, selecta y gozosamente recogida en ‘Mientras haya bares’. Aunque el tono ligero de esos textos no tenga aquí mucho hueco, sí lo tiene la forma de mirar del escritor. Nos enteramos así de que el padre de la quiosquera compartió regimiento con Salinger el día D, y de que el elegante padre de Paul, además de catador de hoteles, es un experto en relojes, en su estilismo. Leeremos también el esbozo de uno de los relatos escritos en secreto por otra de las víctimas: será su madre quien lo descubra y no dude en otorgarle un carácter premonitorio.
Y, para finalizar, una reflexión de profética resonancia. La realiza Paul refiriéndose a la inadvertida convivencia con el mal: “La vida se vuelve un disparate sin que te des cuenta, a traición. Podía ser un disparate incluso mientras te parecía maravillosa y con sentido”. Todo un augurio.
Rafael Martín