La civilización occidental se ha construido, piedra a piedra, sobre las cenizas de los bosques. Pero, además de ser devastados para obtener materias primas, los bosques también han sido arrasados porque, desde que hay memoria, fueron refugio de hombres y mujeres libres, herejes y resistentes, de todos aquellos que no se dejan gobernar.
Hoy en día, esa dinámica política y económica que sigue asolando las masas arbóreas se denomina «ordenación territorial», pero debe entenderse como una guerra de baja intensidad: contra los bosques, pero también contra los animales y las comunidades humanas que los habitan. Y que los defienden, muchas veces con su vida, pues no olvidemos que, más allá de los bulldozers, los gases lacrimógenos y las pelotas de goma de nuestras democracias, el asesinato de activistas medioambientales se ha duplicado en la última década.
Para todos esos activistas, y para la parte de la sociedad a la que representan, el bosque es asiento de la comunidad, refugio temporal, lugar sagrado, amparo de lo salvaje. Por ello los campesinos mexicanos de Guerrero llevan quince años luchando contra la explotación industrial de aquel territorio; los tramperos del pueblo cree, en Canadá, defienden el bosque boreal contra la deforestación; los penan de Borneo se arman de cerbatanas contra las compañías de palma aceitera; en Renania, la resistencia se organiza para bloquear la extracción de lignito en uno de los últimos bosques primarios de Europa; la ZAD de Notre-Dame-des-Landes se enfrenta al Estado francés y sus leyes…
Por doquier se libran batallas en las que resuena una misma idea: el bosque no es un yacimiento de biomasa, ni una zona para el libre desarrollo de infraestructuras, ni una reserva de la biosfera, ni un sumidero de carbono. El bosque es un pueblo que se subleva, una defensa que se organiza, imaginarios que se intensfican. Hay bosque allí donde ya no se puede soportar la miseria existencial generalizada. Hay bosque allí donde somos bosques, allí donde somos ingobernables. |
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