MILO MALART
RETRATO ROBOT
Edad: Cuarenta y tantos. Mide 1,92 de estatura, 77 kilos, delgado y de espalda ancha, sin un gramo de grasa, ojos claros, pelo castaño (casi siempre despeinado), sin afeitar. Pinta de duro. No guapo, aunque sí interesante. En muy buena forma física ―nada cada día una hora en el mar de la Barceloneta desnudo, llueva, haga frío o calor―. Durante la mayor parte del año suele vestir tejanos, deportivas, camisetas y sudadera; en invierno, añade una cazadora y botas de leñador canadiense.
Milo Malart es un personaje indescifrable para el lector, intuitivo, vertiginoso como una montaña rusa, cambiante como las fases de la luna, poseedor de una gran inteligencia emocional y una altísima sensibilidad, con una gran capacidad empática y de observación, sagaz, dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias en cada investigación, de carácter huidizo, torpe en las distancias cortas a la hora del trato social, atormentado por sus fantasmas interiores, incomprendido ―pero admirado― por los hombres, respetado por las mujeres ―que a menudo pretenden cambiar su forma de ser, protegerlo, cuidarlo―, con un lado oscuro, genial en ocasiones, tonto en otras hasta decir basta, sin ningún tipo de paladar o interés gastronómico. Un comistrajo, con problemas en su relación con las mujeres ―cada vez que alguna muestra interés por él, se aleja y corta los lazos― aunque tiene más amigas que amigos, con un peculiar sentido de la amistad, poco expansivo, descreído, introvertido, contradictorio, a veces injusto con su entorno, autodestructivo cuando se le tuercen las cosas, desesperanzado, con un gran sentido del humor ―negro, casi siempre―, sarcástico, perdido, viviendo siempre con el freno de mano puesto, incapaz de olvidar ―pero de perdón fácil―, incapaz de dejar las emociones a un lado, con pensamientos negativos, femenino en algunas reacciones, muy masculino en otras, profundamente enemigo de cualquier machismo, nada violento ―a veces se olvida de que lleva un arma―, puede parecer antipático y maleducado ―se defiende diciendo que su trabajo no consiste en caer bien a la gente―, rara vez comparte un episodio personal o “vacía la mochila”, resistente a nivel emocional pero con frecuentes bajones ―se dobla como un junco pero nunca se troncha―, el trabajo es su vida, no cree en las jerarquías, odia los politiqueos, sin ninguna mano izquierda, abrupto, ciclotímico y distímico (mal humor), con grandes conflictos internos, empeñado en controlar a su cerebro y no al revés, desconcertante, siempre al lado de las víctimas de las injusticias, nunca lleva reloj, impuntual ―salvo a la hora de resolver el caso―, siente aversión por la alta burguesía catalana ―personificada en la figura de su ex suegro―, de trato difícil, duro en público y frágil en privado, imperfecto, profundamente humano…
Milo Malart es, en sí mismo, un enigma para el lector. Quien ya lo conoce, ha aprendido a confiar en él y sabe que todo lo que hace tiene una explicación que luego recibirá; para quien lo descubre por primera vez, es probable que al principio se le rebote, que no lo entienda, pero al final se reconcilia con él. ¿Por qué? Porque Milo es, ante todo, eficaz. Y porque logra provocar la empatía del lector o lectora más reticente al ser el espejo donde él o ella se refleja. Y porque a Milo, columna vertebral de la serie, se le puede perdonar cualquier cosa pues es el profesional que nos gustaría tener a nuestro servicio si nos viéramos envueltos en un caso de asesinato, un inspector dispuesto a entregarse en cuerpo y alma con tal de resolverlo. Y aunque por su apariencia ―forma de vestir descuidada, con cara de no haber dormido en varios días― es el tipo con quien nadie quiere sentarse a su lado en el autobús, al final a todos nos resulta entrañable por su forma de ser y nos gustaría invitarlo a tomar un Vichy en la barra de un bar y charlar con él un rato. Porque Milo engancha. Es auténtico. Deja huella. Emociona. No es uno más…, es Milo. |