No estoy seguro que no entrañe riesgo el pretender -en un momento dado- aseverar, y el establecer, la diferencia entre la narrativa pura de Handke –ese magnífico analista de la soledad, del silencio, de lo ontológico como definición en el hombre-, aquello que sea una referencia real en su vida, testimonio fehaciente, y ese otro lenguaje simbólico que sirve, curiosamente, para explicar la parte más real de lo que el escritor pretende decir dentro del ejercicio, tan consciente, de su literatura.
Sobre todo de su prosa ensayística, de su aproximación al alma del que vive; también del alma, incluso, de lo observado y analizado: “Estar abierto al sabor, y el saborear ralentiza el comer para convertirlo en paladear, el paladear en degustar, y saborear, paladear y degustar desembocan en animar e inspirar como ¡ay! bien pocas veces lo hacen la comida y el comer; y gracias a todo eso junto, llegando al fin y a la postre, desciende sobre ti una calma que al mismo tiempo -¡oh, Señor, raras, rarísimas veces!- es un latir y que va de la mano –¡ah, solo en los tiempos sagrados!- con el elevarse de lo cercano a la divinidad que hay en ti y en mí, querido lector: ¡del cielo estrellado a la fantasía!”.
Es un ejercicio muy reconfortante –al modo como pueda serlo un pensamiento hacia adentro de uno mismo- el hallar en un texto personal –como todos, ya, los que puedan derivar de este escritor comprometido fielmente con sus semejantes- las palabras con una tan profunda significación, hasta el punto de que su grafismo adquiere, con el ritmo de la lectura y las pausas necesarias, un peso específico que les autoriza a entrar directamente al corazón y a la inteligencia del lector.
Cada libro de Handke, cada vez más, es el ofrecimiento de un interlocutor generoso, penetrante, observador, respetuoso; un interlocutor deseado por necesario, por beneficioso para la larga soledad que asedia a la vista de estos tiempo tan hipócritamente vestidos de sinceridad. Falsa sinceridad elaborada, ay! por los propios solitarios, tantas, veces: sus deudores.
“Mi amigo de la infancia –escribe el autor en otro apartado muy expresivo, como lección necesaria revestida de humildad- el que no tenía en mente llegar a nada, sí llegó a ser algo, aunque, como él mismo me dio a entender en más de una ocasión, solo fuera algo de cara al exterior: ‘En mi interior, no he ido más allá de la linde de los bosques a donde iba a escuchar el viento en las copas de los árboles con siete años. Tal vez de cara al exterior, en apariencia, haya llegado a esto o a lo otro, pero tampoco más. Qué digo: ¡no he llegado a nada más”.
Un balance lleno de sinceridad, de esteticismo, y al tiempo profundamente real. Casi como podría ocurrir en cada uno de nosotros si supiésemos, si quisiésemos ver hacia adentro. Hacia lo significativo de la verdadera soledad, la que nos conforma y ayuda a distinguir, a precisar.
Una lectura ésta, la del caminante imperecedero Handke, plena de compañía, de significaciones.
Ricardo Martínez