“Lo primero que hicieron fue mostrar las tetas. Se sentaron las tres en el borde de la cama, frente a la cámara, se sacaron las remeras y, una a una, fueron quitándose los corpiños. Robin casi no tenía qué mostrar, pero lo hizo igual, más atenta a las miradas de Katia y de Amy que al propio juego. Si querés sobrevivir en South Bend, le habían dicho ellas una vez, mejor hacerse amiga de las fuertes”.
Me gustó Samantha Schweblin en Distancia de rescate. Seguí su trayectoria: relatos novelas cortas, cortísimas, y me interesó esta desde el primer momento. Hoy traigo a mi estantería virtual, Kentukis.
Conocemos un invento tecnológico llamado Kentuki, una suerte de robot que recuerda bastante a los Furby solo que un poco más evolucionados. Lo justo para que sea una persona desconocida quien lo maneje, te siga y reclame tu atención mediante grititos y movimientos. Una posibilidad infinita para no estar solo, y también para que alguien a quien no conoces, se le de la posibilidad de ver toda tu intimidad.
Vivimos en la era tecnológica, la de la sobreexposición en las redes. Un momento en el que ir de vacaciones sin subir una foto o aparecer en un restaurante de moda sin enseñar el plato, parece causar la mitad de satisfacción. Una sociedad que cuenta likes, seguidores y comentarios, en la que se mira qué tipo de foto tiene más reacciones, se comenta a un famoso porque quizás te responda y mucha gente parece estar parada buscando esa frase ingeniosa que convierta su tuit en algo viral. Y esta es la misma sociedad de la soledad. Un mundo en el que es difícil mirar a los ojos ya que estos están fijos en una pantalla, se sustituyen los cafés por conversaciones de whatsapp y la gente parece apreciar más a los amigos virtuales desde el silencio de su casa que a los reales que en un momento dado pueden dar un abrazo.
Schweblin nos lleva a esa sociedad, la nuestra, y escribe una novela en la que las personas pueden ser o poseer un kentuki. Un kentuki es un robot incapaz de hablar que meterás en tu casa y te seguirá por todas partes logrando unas interacciones regladas… a no ser que te las saltes. Una única conexión por robot y si se apaga es para siempre. Así que, ¿ser o poseer un kentuki? Esa es la gran pregunta y la única división que establece la autora del libro entre los personajes que aparecen en su novela. Personas diferenes que deciden comprar el juguete de moda: unas exponen su vida con más o menos reglas, abren su casa y su intimidad a un desconocido que toma la forma de un inofensivo animal (siempre es más fácil si el objeto tiene pinta de inofensivo), y otros que optan por el voyeurismo, mirar a través de los ojos del muñeco siguiendo a sus “amos”, entrando en una suerte de sumisión elegida que se mezcla con el placer de ir descubriendo los secretos de una persona real. Y a su alrededor los secundarios, esos que confían o desconfían de este nuevo invento, los que piden trato digno, los que advierten del peligro o alaban la posibilidad de ofrecer compañía.
Entonces, ¿qué tiene de inquietante la nueva novela de Schweblin? Lo mismo que las anteriores, la exposición de los miedos, el alma humana que confía o desconfía, los vínculos que se llegan a establecer y, sobre todo, la desesperación que parece anidar en todos ellos y que tal vez lo haga también en el lector que se irá reconociendo poco a poco en alguno de los compradores o usuarios del libro. Samanta pretende aportar con cada caso, no solo las distintas evoluciones de los vínculos creados, sino también los miedos o esperanzas que puede tener cualquier persona. Es difícil no verse ahí. Recuerdo haber leído una parte pensando en Black Mirror y en cómo no somos conscientes de lo mucho que hemos cambiado socialmente con todas estas tecnologías que se van instalando en nuestra cotidianeidad. Y Schweblin da una buena muestra de ello en esta novela.
Kentukis me ha gustado. Uno de sus grandes aciertos es no centrarse en una única historia, quizás porque la autora se suele mover en el relato pese a que Distancia de rescate, su título más conocido, sea una novela. Pero el caso es que, si uno sacrifica la profundidad que supone tener una única historia, lo que se consigue es una visión global mucho más completa. Y eso provoca temor, los espejos sociales siempre lo hacen, sobre todo porque tienden a mostrar la realidad. Y la pregunta sigue en el aire, ¿ser o poseer un kentuki?