Algunas novelas se esfuerzan por diferenciar entre sus personajes haciéndolos hablar: sobre sí mismos, unos sobre otros, de formas distintas e individualizadas. En las tres narraciones que nos ocupan, sin embargo, hay una convergencia de acentos: todos hablan igual y dicen, en esencia, lo mismo. No relativizan, no hay argumento u oposición. En cierto sentido, esos puntos de vista son todo lo que tenemos. Suponenuna suerte de gótico tentativo. Hay sueños siniestros, recitados en detalle, espejos que no muestran reflejo alguno, voces que vienen de todas y ninguna parte, zonas silenciadas que se establecen subrepticiamente en mitad de una habitación. Es obvio que los interlocutores son poco fiables, pero el autor se aparta de ellos para reafirmarlos en su locura. Las tres novelas son un único artilugio construido a partir de las interacciones de sus interlocutores. Cada una de ellas es un discurso curvado, inconsútil.
Las tres se agrupan en un solo volumen, cuyo neuroticismo y crueldad nos dejan sin aliento, totalmente absorbidos o, más exactamente, atrapados. El tema del encarcelamiento recorre Sepulcros de vaqueros (Alfaguara, 2017). Nos obliga el chileno Roberto Bolaño (1953 – 2003) a confrontar el sentido de confinamiento con vertiginosos y claustrofóbicos cambios sintácticos. En el primer relato, Patria,podemos sentir el insomnio inducido por la locura (una palabra hipnóticamente repetida a lo largo de la narrativa): “¡Qué triste!, dije con los ojos llenos de lágrimas, terminar en un manual de medicina. No lo creas, dijo la dulce voz. Es un poquito mejor que los museos”. El agitado estilo no descansa: el autor nos pone una pistola en la cabeza y dispara, pero ese es sólo uno de los muchos actos aparentemente irrecuperables: lo olvidamos cuando comienza la siguiente nouvelle.
Comprendemos el dolor de la deformidad al leer la composiciónque da título a la colección, donde un cóctel de secuencias de ensueño surrealistas cede a un sucio naturalismo: “¿Quieres que te cuente cómo viajan en México los vaqueros? Papá, pero si en México no hay vaqueros, dije. Claro que hay, dijo mi padre, una vez yo fui vaquero, y tu abuelo también fue vaquero (…) ¿Por qué crees que estoy aquí, tan lejos de todo?”. Diálogos de fuego arrasan (justificadamente) un lenguaje radicalmente moderno. El embate verbal llega a su culmen en el tercer relato, Comedia del horror de Francia, donde cualquier esfuerzo por eximir a la literatura de la necesidad de trama vulnera el resultado. La resistencia a la intemperie de la fantasía magnifica los efectos corrosivos de los elementos: “La luz que entraba por los cristales de la cabina telefónica tenía una palidez titubeante (…) me sentí como en el interior de un submarino transparente (…) temía abrir la puerta y alejarme de allí”.
La dependencia que muestran los protagonistas denuncia no sólo la fisicidad del juego, sino la permeabilidad de una narrativa que lanza dados para generar movimientos. Los personajes tienen en común no sólo su sabiduría, sino su furia. Jamás se enfrentan entre ellos. Por la misma razón, el discurso o el pensamiento se manosea o estiliza, por imputación autoral, de forma casi abstracta. Las historias denuncian una enfermedad (la nuestra) que es mental y sentimental. Un sentido de decepción las permea. La repugnancia que el autor de Los detectives salvajes (1998) siente por lo cotidiano es palpable. Su megalomanía encarcela físicamente a sus personajes mientras refleja sus estados de ánimo. Sepulcros proporciona así una breve introducción o un excelente colofón al trabajo del malogrado escritor chileno, una experiencia satisfactoria de lectura para aquellos que gustan de la angustia en pequeñas dosis.
Por José De María Romero Barea