El espíritu inconformista de los poetas románticos Lord Byron y Percy B. Shelley evoluciona con los tiempos. Se reinventa de continuo, como icono de liberación. Los condenados por el crítico anglosajón Matthew Arnold a ser meros ángeles rebeldes, epítomes de la disidencia política, religiosa y social, se convierten, en la posteridad, en antiguos defensores de nuestras actuales preocupaciones: el vegetarianismo, el ateísmo, el cambio climático y la divulgación científica. “Los dos hombres la miran y en el momento de cerrar la puerta, así como un director diría “acción” antes de una toma, el capitán, guiñando un ojo, cuchichea: – ¡Ahora, bravura!”. La novela Bravura (1984; Anagrama, 2016. Traducción de Jaime Zulaika) del escritor, guionista y realizador francés, Emmanuel Carrère (París, 1957), supone una nueva materialización del impulso de aquella generación de escritores decimonónicos en el espíritu de nuestra época.
Recupera el autor de El adversario (1999) el estilo visionario y metafísico de aquellos poetas para reescribir sus vidas de forma experimental, desde el punto de vista de un espíritu creador que lucha por descubrir su verdadera naturaleza, abandonando la cronología convencional. Organiza el francés su libro en torno a la ausencia de estructura. En lugar de una biografía, lo que nos ofrece es un collage de vida, donde temas, imágenes o ideas se reúnen en torno a las etapas de la carrera de Byron (y Polidori, su médico y secretario, el creador de El vampiro) y Shelley (y Mary, su esposa, la autora de la novela Frankenstein).
Cada uno de los detalles se ensambla con minucia biográfica: “Todo le pesa a Polidori, dentro y fuera de sí mismo (…) veinticuatro años de vida muerta que cuando reflexiona divide así: veinte años, o casi, de promesas”. La textura se deconstruye en ondulaciones espaciotemporales, hasta formar un mosaico impresionista a base de poesías, cartas, borradores, fragmentos de ensayos, anécdotas, dibujos y memorias: “Yo no soy este hombre, [escribe Víctor Frankenstein] no llevo su nombre aborrecido, pero como debo pasar a la posteridad con este nombre, y a esa posteridad dirijo estas líneas que han nacido muertas (…) lo conservo sin más”.
Reza la contraportada que el término bravura “designa aquel fragmento de una obra en la que el creador despliega todo su virtuosismo”. No otra cosa es esta novela. En todo momento, el poeta de Limónov (2011) adopta una forma de ventriloquia en estado de gracia, haciéndose cargo no sólo de la voz de los románticos y su círculo literario, sino extendiendo su imaginería al capitán Walton, su amada Elizabeth o una tal Ann, que reescribe la historia desde la parodia: “Por fin, lo primero que se le ocurre [a Ann] es que ha soñado, que toda esta historia del manuscrito, de Frankenstein, de Polidori, de la visita al hotel chino, de la habitación en el ángulo, forma parte de su siesta agitada, al igual que la conspiración entre Brigitte y el viejo copista con polainas para que restituya páginas que ella no ha arrancado. El verano en Londres no le sienta bien”.
Carrère escribe desde dentro de sus personajes, revolviendo manuscritos y cuadernos, cientos de dibujos y garabatos, el agua de mar que ahoga a Shelley o las lágrimas de Mary: “[Ann] tiene en frente el horrible retrato de Polidori. Va al tocador, apoya las dos manos en el lienzo para girarlo y que el espejo vuelva a su sitio. Prefiere verse ella que él, aunque teme advertir en su propia cara los progresos de la locura”. Algunos pasajes se dirían rayados a cuchillo, otros perforan la superficie del papel, los más parecen garabateados: “Ann busca detrás del espejo el lugar que ocupan los ojos de Polidori, que boca abajo se hallan a la altura de su sexo, en el que debe de clavar miradas llenas de codicia”.
El resultado es un palimpsesto lisérgico a base de tachaduras y correcciones. La resplandeciente inmediatez narrativa desprende un aura sentimental, con descripciones que adquieren un brillo natural, donde los hechos parecen estremecerse antes de ascender hacia la fantasía: “Mary [Shelley] no es una adicta a los diarios íntimos. Prefiere escribirse cartas a sí misma, a corresponsales imaginarios o tan abstractos como Emily”. Bravura es la crónica de la aventura caótica de esas mentes inquietas, sus viajes, sus amores en serie, sus saltos creativos y sus límites.
Escribe el novelista de El Reino (2015) en una especie de deslumbramiento perpetuo, de hipnótico tiempo presente: “¿Percy ha adivinado su turbación, ha leído su diario secreto? ¿Quiere reencontrarla [a Mary], o bien engatusarla para atraerla a algún juego cuyas figuras ha debido de pasarse el día preparando con Byron?”. La fuerza espiritual de los románticos ingleses, su extraordinaria combinación de panteísmo, platonismo mujeriego y ciencia post-newtoniana, se reaviva en la espiral ascendente de esta novela, en sus visiones e invenciones. El resultado es un libro arriesgado, pero singularmente estimulante, que consigue acercar la poesía maldita del XIX a una nueva generación de lectores.