Subtitular este documentado y ameno libro sobre el barroco como ‘El gran teatro del mundo’ debiera dar motivo ya de una forma de acercamiento al gran arte que inundó palacios e iglesias, incluso trazas urbanas enteras, y que sería un marchamo de gusto y calidad en la producción estética del siglo XVII (y aledaños) fundamentalmente en Europa, si bien luego llevado a las colonias, cual es el caso de Portugal y España.
Ese es un rasgo distintivo que acaso no haya sido resaltado suficientemente en la Historia del Arte; la condición viajera del barroco. Es decir, el hecho de que haya sido un arte forjado en el entorno del siglo XVII, el mismo que ha conocido el desarrollo de los viajes, del ensanchamiento del mundo gracias al cultivo por parte del hombre de la curiosidad; el siglo experimental, el de la ciencia, le ha concedido a este arte una universalidad que le hacen inusual.
De otra parte, podríamos decir que por este mism tiempo España, Inglaterra y Francia son el ejmplo más culto del desarrollo del teatro, arte dramático que basa su fundamento verbal en la existencia de un escenario donde desarrollar el discurso. Pues bien, llevando la representación al hombre de la calle, el barroco de carácter civil concibe por primera vez las perspectivas de la ciudad con carácter de escenario, un fondo donde desenvolver el codigo social, la vida diaria. Un refrendo de lo que Calderón acuñó en España como ese gran teatro del mundo: la vida civil, el marco del desarrollo de las actividades del hombre, ya sean de carácter profesional o como origen de la dialéctica, del Agora, marco propicio de la democracia.
Grandes y amplias perspectivas en lo civil, enriquecimiento –hasta lo enrevesado a veces, como la versión portuguesa en el ‘manuelino’ -en el diseño de elementos, civiles o religiosos. Densos volúmenes de piedra, de colorido y relieve en las figuras pictóricas, todo ello como, probablemente, signo de abundancia; incluso como visión optimista de futuro, de promesa.
Ciudades como Santiago de Compostela o Catania, pinturas como las de Rubens o tantas de las representaciones iconográficas de Versalles o el palacio de Samtarem en Portugal dan fe de lo que pudieran ser ejemplos de esta manifestación cuya axhuberancia de volutas y colores había de desembocar, casi como antídoto, en nuevas lineas austeras, sobrias, del Neoclásico posterior. Algo similar a la sucesión de los excesos de Cluny a favor de las escuetas líneas del Cister.
El libro, muy ilustrado, es una magnífica introducción, un compendio excelente para el conocimiento cabal de este período artístico que tanta huella ha dejado impresa en la cultura europea, impulsado, en efecto, sobre todo, por la Iglesia Católica y la institución de la monarquía. Un manual tan instructivo como revelador de un tiempo histórico distinto.