Juan Cárdenas: todos somos guacherna
Por José de María Romero Barea
He devorado Ornamento (Editorial Periférica, 2015) fascinado por las sucesivas capas de mentira, hipocresía, voyeurismo, manipulación, engaño, disfunción, psicopatología. El protagonista de la novela de Juan Cárdenas (Popayán (Colombia), 1978) es un desgraciado tan convincente que parece salido de una producción para la HBO. Sentí que había leído algo así antes. Entonces me acordé de la experta, retorcida, y excepcionalmente profética anterior novela de Cárdenas, Los estratos (2013).
El autor colombiano es notorio por su libro de relatos Carreras delictivas (2008), su novela corta Zumbido (2010), y su hiperactividad traductora, que ha rescatado gran parte de la ficción de William Faulkner, Gordon Lish, Muriel Spark, Norman Mailer, Nathaniel Hawthorne, Thomas Wolfe, Eça de Queirós o Machado de Assis. Así pues, el cambio radical en estilo y sustancia que supone la ficción contemporánea, no le es ajeno.
La incendiaria y asombrosamente a-política Ornamento, menos freudiana que junguiana, es en esencia (auto) destructiva. Su discurso no privilegia la infancia, sino la carne, “los labios como salchichas, la diminuta nariz de cerdo, las capas de maquillaje aplicadas como espátula (…) el gasto por el gasto, el adorno fuera de control”. De impulso surrealista, las líneas y bucles argumentales se unen de forma inconsciente en imágenes coherentes. Mediante un lenguaje complejo de arreglos simples, consigue “quitar los ídolos y poner las imágenes (…) El desquite de los ídolos. El Gran Desquite”.
Ornamento es la narración de un asesino en serie escrita de forma inconexa, en un lenguaje ajeno a los clichés que al mismo tiempo supone una defensa de la lectura por placer. Es como si su autor quisiera desmentir la famosa afirmación de Humbert Humbert de que “siempre se puede contar con un asesino para escribir una prosa elegante”. Las ocurrencias se suceden con una frecuencia implacable, “ensartando ideas, como quien mete cuentas de colores en un hilo (…) siguiendo solo un criterio intuitivo, como en un juego infantil de combinaciones”.
Cardenas denuncia la banalidad de la lengua y luego la estrangula. Leer Ornamento es como estar atrapado en una habitación con un loco locuaz, una zona muerta espiritual del engaño y la violencia sin afectos disfrazados por eufemismos vacuos. Su autor ha concebido una novela genuinamente literaria y a la vez miméticamente efectiva, enloquecedoramente deleitable: “Con los años la palabra guacherna solo me sugiere una bola informe de chatarra cultural (…) Porque eso es, al fin y al cabo, lo que somos: narcos, como los de las películas. Somos guacherna, todos somos guacherna”.
El arco narrativo avanza y regresa a su pathos, mientras se suceden la negligencia y el abuso. El estilo se diluye en la disociación mental, indicada por la ruptura definitiva de la claridad y la sintaxis. Cárdenas da forma a la falta de forma de la locura: “mi mamá parece una muñeca de carne y hueso recién salida de la caja (…) es la afirmación definitiva del ornamento, la negación definitiva de la austeridad arquitectónica de la casa”.
Sería fácil leer la obra de Cárdenas como una serie de visiones neuróticas fruto de la pesadilla post-Hiroshima, pero eso sería demasiado fácil. Así como el cubismo encontró una forma de objetivar el espacio y el tiempo en el universo de Einstein, la prosa expresionista del autor colombiano encarna la indeterminación fisible del mundo cuántico. Como todos los artistas abstractos, Cárdenas es más concreto de lo que uno podría suponer. Su obra, felizmente, permanece a ras del suelo.