El autor fantasea –no mucho- con tres momentos de las vidas de tres poetas fundamentales de trayectorias y cronologías distintas: los últimos días del místico Juan de la Cruz desterrado por sus “excesos” en un convento de Úbeda, el viaje a pie desde Burdeos hasta Stutgart de un atribulado Hölderlin, perseguido por funestas premoniciones sobre el bienestar de su amada, y la larga noche insomne en que el poeta de veinticinco años, Fernando Pessoa, se topa con la aparición de Alberto Caeiro, el primero de sus heterónimos, arranque de su desdoblada y portentosa personalidad literaria. De los tres, me quedo con esta última joyita sólo por gustos personales, por empatía con el mundo desquiciado y a la vez -o por ello- anclado en lo sencillo del poeta portugués, el mismo que me indujo hace algún tiempo a aprender a existir sin pensar en ello, a mirar las cosas a ras de lo que son, en definitiva, a no pensar tanto, porque “pensar no es otra cosa que estar malo de los ojos”. Es como un mantra que a veces pongo en práctica. Cada vez que me aqueja lo trascendente me prescribo unos minutos de contemplación de los árboles que veo por mi ventana o de la puesta de sol o de luna que me caiga más a mano.
Libro excelso, recalco, en el que se entrecruzan mensajes como lanzados de un poeta a otro desde el más allá de la sensibilidad que compartieron. Sobrecoge hasta la emoción cómo compartieron los tres poetas un mismo espíritu sublime elevándose por encima de la precariedad física, mental o económica. La superior condición humana de este singular trío queda divinamente enmarcada en el aforismo de Píndaro recogido en la página 64: “Quien camina sobre su dolor, camina hacia las alturas”.
Ficha técnica