Las protagonistas de los excelentes relatos de Jean Stafford son mujeres obligadas a crearse un espacio propio donde subsistir. A veces ese espacio es irreal o está anegado de alcohol; otras es un lugar aislado, lejos del ruido opresivo de una relación asfixiante, pero siempre está concebido como reducto desde el que defenderse de los que le niegan una independencia de criterio que cuestiona estructuras o, simplemente, egoísmos. Sin embargo, la actitud que adoptan esos personajes no es desafiante sino contemporizadora, fruto de una ingenuidad que les lleva a creer en la posibilidad de superar los escollos y trampas cotidianas que, a la postre, les obligarán a la huida. ‘Los niños se aburren los domingos’ es una selección de la narrativa breve con la que su autora obtuvo el Pulitzer en 1970, y la demostración de que Stafford sabe punzar en los sitios adecuados para que rezuma la infección moral de una sociedad enferma.
Como símbolo recurrente de esa estructura opresiva que pretende doblegar a las protagonistas, la autora elige la típica merienda entre señoras: ya sea aquella en la que la viuda del obispo y una monja vecina se muestran dispuestas a impedir que una joven se evada de las obligaciones sociales o, sobre todo, la que se empeña en organizar un maduro personaje junto a su madre enferma y un siniestro loro para agasajar a la solitaria Rose en ‘El corazón sangrante’, casi un relato de terror. En él, además de la coherencia del desarrollo y la brillantez de los detalles, aparece otro elemento significativo en diversos relatos: el sufrimiento de una infancia marcada por la fría indiferencia o por las ardientes disputas de unos padres mezquinos.
Y en ese terreno de la infancia traumática sobresale ‘En el zoo’, magnífico relato en el que dos hermanas recuerdan su triste orfandad bajo la tutela de una amargada guardiana del orden, personaje diabólico rodeado de un séquito sumiso al que se opone la figura de Murphy, un solitario alcohólico propietario de un mísero zoo particular en el que las niñas encuentran sosiego.
Stafford también se preocupa por las humillantes consecuencias del descalabro económico en las jóvenes, y cuestiona la aparente seguridad de aquellas que acepten no rebasar los cauces ordinarios, como la empalagosa protagonista de ‘Un día de montaña’, entusiasmada ante un prometido perfecto, pero que acabará entendiendo que su empeño en complacerlo es el mejor camino para perderse el respeto a sí misma. Un descubrimiento similar al que realiza la protagonista de ‘La invasión de poetas’, anulada por un marido escritor, fanatizado por su conversión al catolicismo y cuyo puritanismo parece ceder ante una seductora crítica literaria. Irrumpen aquí los datos autobiográficos: marido poeta, divorcio, alcohol, depresión, a los que se añade, en ‘El castillo interior’, la descripción minuciosa de la dolorosa recuperación de un accidente sufrido por la autora.
No se debería, finalmente, emparentar a Stafford con las autoras del gótico sureño, y no solo por la variada localización de sus textos, ubicados con frecuencia en la Costa Este o en la imaginaria Adams del Colorado de su infancia y adolescencia, sino también por cierta mirada cansada que no se plantea la necesidad de redención, y que, en todo caso, la acercaría al ineludible Carver o a la inagotable Munro.