«La crónica es la conversación íntima, indolente y deslavazada, del periódico con sus lectores. Cuenta mil cosas sin nexo y sin sistema, se desparrama libremente por la naturaleza, por la vida, por la literatura, por la ciudad. Habla de las fiestas, de los teatros, de los atuendos… Habla de todo en voz baja, como en una velada al calor de la lumbre; o como en el verano, en el campo, cuando el cielo está triste».
Si lo más comprometido y arduo en la narrativa consiste en combinar felizmente comicidad y tragedia, sonrisas y lágrimas, emotividad y meditación, la verdadera prueba de fuego en la crónica ensayística (reflexiones variadas a partir de noticias de prensa o viajes) está en saber garantizar venturosamente el encuentro en el texto de intimidad (la subjetividad del escritor y la proximidad con el lector) y publicidad (la objetividad circundante). Sea por medio de la gacetilla, el reportaje, el suelto de diario, la columna de opinión, sea en el ensayo propiamente dicho (el volumen divide los escritos de Queirós en estas dos categorías: «Cartas familiares» y «Billetes»), el cronista tiene ante sí el reto intelectual de transmitir al lector las impresiones personales de circunstancias y acontecimientos públicos que están a la vista de todos, de unos hechos, en fin, que las noticias consignan en breve y que la mayoría del público suele olvidar de largo a poco de tener lugar. Calificamos de satisfactorio un resultado —la crónica perfecta— cuando ha sido posible inmortalizar lo circunstancial y perpetuar lo actual, todo ello merced a la aguda capacidad de observación que encuentra ágil vía de expresión en la evocadora escritura.
Información y reflexión, opinión y discernimiento, sentido del humor y crítica social o costumbrista, son las claves de una buena crónica, como las compuestas por Eça de Queirós desde París, no importa demasiado que tengan por argumento o pretexto las hazañas de Juana de Arco; las diferencias culturales entre chinos y japoneses o entre las fiestas rusas y las francesas; el clima y su influencia en el carácter de las personas y los pueblos; la «doctrina Monroe» americana y el nativismo chino; o el impacto de las catástrofes naturales en las emociones humanas. Sobre estos asuntos y otros más, distantes y próximos, de más allá y de más acá, diserta Eça de Queirós procurando que el lector carioca, que el lector de cualquier lugar, vibre con las percepciones de un escritor portugués radicado en París que habla de todo un poco; de un cronista, hombre de su tiempo, escribiendo desde la capital francesa, pero tan universal, cosmopolita y enciclopédico, como clásico e intemporal.
Citemos, para acabar, otra muestra de la agudeza y sorna de Queirós en la que describe el temple republicano francés a propósito de la visita a la villa del Sena en 1896 del zar de todas las Rusias, a menos de un siglo de haber decapitado a Luis XVI: «Esta ciudad de París, incorregible destructora de sus propios tronos, empezó por mostrarse maravillosamente respetuosa con los tronos ajenos.» (pág. 171).
Es justo constatar, asimismo, el pulcro cometido de los traductores de la presente edición, que permite apreciar en su máxima expresión el estilo irónico y penetrante de Queirós. Pero que también sabe ponerse serio y trascendente cuando la ocasión lo exige. Meritoria, en suma, la labor de Acantilado, empeñada y esforzada en seguir acercando al lector en español buena parte de la valiosa obra de Eça de Queirós, a través de la exquisita colección de obras selectas que lleva a cabo.
Ariodante
Diciembre 2010
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