Se trata, no cabe duda, de un caso singular y como tal hay que tratarlo. Como El Quijote, que igual era alimento (espiritual, se entiende) de pajes y escuderos, que de nobles y potentados.
Por eso quizá, entre otras cosas, es tan nacional, tan de todos, y tan antiguo como el refranero, sabe muy bien que lo que hay en España es de los españoles.
Del mismo modo que no ha podido ser profeta en su tierra y, como nos pasa a casi todos, tiene y ha tenido sus detractores dentro de casa, que no fuera (lo de los franceses es otra cosa), ya que si alguien habla mal del cocido es español.
Así, lector, ya comilón o ya melindres, éste es un libro político, ya que el cocido también lo es. Acusado de centralista, de tradicional, de retrógrado, y símbolo de todas nuestras desgracias y de todas nuestras desventuras. Y esto juntamente con su principal elemento, el garbanzo. Defender hoy el cocido es, creo, tomar una posición progresista, democrática y hasta radical. Es asentar los pies en la historia de España, pues ha sido a base de nuestros garbanzos como hemos conseguido las mejores cosas o logros, desde El Quijote al Himno de Riego; nuestras victorias contra Napoleón y la obra sin par de don Benito, llamado, por algo sería, “el garbancero” .
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