“Siempre es de noche en Pyongyang”, de Montse Ordoñez

Por Luciana Prodan

Asustar al miedo. O cómo sobrevivir a la orfandad de la noche.

 Volver a la matriz. Al útero mismo de todas las cosas. A ese espacio que todo lo todo lo expulsa y lo contiene con la fuerza de lo irreparable. De lo ¿inevitable?

Desafiar al destino: hacerle frente al amor, al abandono, a la vida y a la muerte. Sentirnos  frágiles y empoderadas. Tan sensibles, tan humanas, tan ¿mujeres?

Intentar mirar la noche desde adentro. A solas. Sin culpas ni cuestionamientos. Tirarnos de cabeza en nuestro propio pantano y darnos cuenta de que, entre otras cosas,  todos somos luz y tinieblas. Amos y esclavos de aquel abandono que siempre nos hizo de guarida, de paredón y de trinchera. Que nadie se salva. ¿Que nadie se entrega?

A veces siento que escribir poesía se parece bastante a tejer. A hilar nuestro propio cobijo. A fabricar ese entramado luminoso que, con más o menos agujeros, nos servirá para abrigarnos de los otros y de nosotros cuando el frío de la soledad llegue para congelarnos los latidos. Los sentidos.

Y por eso este poemario es tan especial. Porque la escritora Montse Ordoñez (Barcelona, 1974) nos regala en cada verso un puñado de consciencia. Cada una de las hojas de ruta que conforman este libro cobran vida, nos miran de reojo y esperan. Se ofrendan y se deshilachan en nuestras manos con la única intención de interpelarnos. De robarnos las preguntas y dejarnos sin respuestas.

Porque Montse no quiere ni pretende romantizar el dolor. Y tampoco está dispuesta a abrazar el olvido. Que nadie espere encontrar en sus poemas la caricia salvadora de la negación. De la redención. No. Ella llega a nuestra vida para clavarnos los ojos en el alma, acariciarnos el recuerdo y verificar nuestra emoción. Nuestra intención. 

Leerla es animarse a volar. Es adentrarnos en su propio camino para encontrar aquel refugio abandonado y perdido que, seguramente, todavía nos esté esperando en alguna parte (si es que ese lugar existe, claro).