Un chico y su perro en el fin del mundo, de C. A. Fletcher

Hacia mucho tiempo que un libro no me atrapaba de la manera en que me ha atrapado esta novela. Aparte de que no da tregua y te tiene con el corazón en vilo en todo momento, te atrapa porque el escenario donde se desarrolla la trama no es tan descabellado como nos podría parecer un futuro distópico antes de la pandemia que estamos sufriendo en primera persona actualmente. A raíz de los que llevamos viviendo desde primavera, se nos hace más real la idea de que no somos eternos y que la vida tal y como la conocemos puede dejar de existir de un día para otro. Tal vez al ser ahora nosotros tan consciente de nuestra vulnerabilidad, leamos historias como esta de forma muy diferente.

El escenario del fin del mundo que nos plantea Fletcher, no viene causado por una pandemia mundial al uso. El motivo por el que la raza humana está en vías de extinción es debido a la esterilidad. Sí, obviamente nos viene a la memoria la película de 2006 “Children of men” de Alfonso Cuarón, que a su vez estaba basada en la novela homónima de P. D. James. Podría ser un prólogo perfecto para la obra que nos ocupa hoy, donde la trama transcurre más de un siglo después de que el ser humano perdiera casi totalmente la capacidad de reproducirse. Repito que este hecho no es tan desacertado, puesto que las inseminaciones artificiales han incrementado un 28% en los últimos años, y eso es una realidad.

En primer lugar, lo que nos llama la atención de esta novela es la forma en la que está narrada. Se trata de una obra que a pesar de tener diálogos, pocos, no están escritos al uso. Carecen de la raya que indica la intervención de cada personaje. Al estar narrado en primera persona a modo de diario, los diálogos carecen de este signo de puntuación, pero tampoco lo echamos de menos por el ritmo narrativo del conjunto.

Al contarnos Gris -así se llama nuestro protagonista- su epopeya a través de territorios desconocidos por medio de lo que escribe en su cuaderno, sentimos más empatía a la hora de leer su historia, y es que es al lector al que se dirige directamente, a pesar de que haga años que hayamos muerto.

En algunos momentos nos viene a la mente otra gran obra distópica como es “La carretera” de Cormac McCarthy -incluso es Gris quien nos hace mención de ella- pero sin ese halo de pesimismo. Todo lo contrario, nos transmite admiración y sorpresa por la percepción de un mundo que nunca había visto, a pesar de que la naturaleza ya ha acabado casi con todos los vestigios de nuestra civilización, a través de su mirada inocente prescinde de la nostalgia debido a que nunca llegó a conocerlo. Nos hace recapacitar más de una vez cuando alude a las ciudades cuyas edificaciones cercanas al mar has sido cubiertas por sus aguas debido a que el mundo se calentó; o la gran cantidad de plástico que cubre la tierra y que aún no ha desaparecido a pesar de los años transcurridos. También provoca que nos demos cuenta de las maravillas que nos rodean y en las cuales no reparamos debido a que las tenemos como algo cotidiano y normal, algo como tan mágico e inexplicable para nuestro protagonista de cómo debió ser el sonido de una calle repleta de gente y tráfico, o esa magia que hacía volar a los aviones.

Una emocionante y bonita historia que no da tregua y que nos atrapa hasta llegar a su sorprendente final, dando un giro que nos hace dar gracias a que no leemos de pie, por que nos caeríamos en ese mismo momento.

En la solapa de esta bonita edición en tapa blanda que ha editado Minotauro, podemos leer una muy escueta información sobre el autor y que en cuanto terminemos esta adictiva novela la comprenderemos, por que en ella solo aparece que su nombre es C.A. Fletcher, que tiene hijos y tiene perro. Vive en Escocia y escribe para vivir. No hace falta más, porque demuestra que sabe cómo piensa un niño, cómo se quiere a un perro, cómo describe los escenarios y lo bien que nos lo cuenta todo.