La Nobel 2020 Louise Glück, en cinco poemas

La poetisa norteamericana practica una poesía de emociones concentradas

Puesta de sol

En el mismo instante en que se pone el sol, 
un granjero quema hojas secas. 

No es nada, este fuego. 
Es cosa pequeña, controlada, 
como una familia gobernada por un dictador.

Aun así, cuando arde, el granjero desaparece; 
es invisible desde el camino.

Comparados con el sol, aquí todos los fuegos 
son breves, cosa de aficionados; 
se acaban cuando se consumen las hojas. 
Entonces reaparece el granjero, rastrillando cenizas.

Pero la muerte es real.

Como si el sol hubiera terminado lo que vino a hacer, 
hubiera hecho crecer el campo y entonces 
hubiera inspirado la quema de la tierra.

Así que ahora puede ponerse.

(del libro ‘Una vida de pueblo’)

El iris salvaje

Al final del sufrimiento 
me esperaba una puerta.

Escúchame bien: lo que llamas muerte 
lo recuerdo.

Allá arriba, ruidos, ramas de un pino vacilante. 
Y luego nada. El débil sol 
temblando sobre la seca superficie.

Terrible sobrevivir 
como conciencia, 
sepultada en tierra oscura.

Luego todo se acaba: aquello que temías, 
ser un alma y no poder hablar, 
termina abruptamente. La tierra rígida 
se inclina un poco, y lo que tomé por aves 
se hunde como flechas en bajos arbustos.

Tú que no recuerdas 
el paso de otro mundo, te digo 
podría volver a hablar: lo que vuelve 
del olvido vuelve 
para encontrar una voz:

del centro de mi vida brotó 
un fresco manantial, sombras azules 
y profundas en celeste aguamarina.

(Del libro ‘El iris salvaje’)

Amante de las flores

En nuestra familia, todos aman las flores. 
Por eso las tumbas nos parecen tan extrañas: 
sin flores, sólo herméticas fincas de hierba 
con placas de granito en el centro: 
las inscripciones suaves, la leve hondura de las letras 
llena de mugre algunas veces… 
Para limpiarlas, hay que usar el pañuelo.

Pero en mi hermana, la cosa es distinta: 
una obsesión. Los domingos se sienta en el porche de mi madre 
a leer catálogos. Cada otoño, siembra bulbos junto a los escalones de ladrillo. 
Cada primavera, espera las flores. 
Nadie discute por los gastos. Se sobreentiende 
que es mi madre quien paga; después de todo, 
es su jardín y cada flor 
es para mi padre. Ambas ven 
la casa como su auténtica tumba.

No todo prospera en Long Island. 
El verano es, a veces, muy caluroso, 
y a veces, un aguacero echa por tierra las flores. 
Así murieron las amapolas, en un día tan sólo, 
eran tan frágiles…

(del libro ‘Ararat’)

La decisión de Odiseo

El gran hombre le da la espalda a la isla. 
Su muerte no sucederá ya en el paraíso 
ni volverá a oír 
los laudes del paraíso entre los olivos, 
junto a las charcas cristalinas bajo los cipreses.

Da comienzo ahora el tiempo en el que oye otra vez 
ese latido que es la narración 
del mar, al alba cuando su atracción es más fuerte. 
Lo que nos trajo hasta aquí 
nos sacará de aquí; nuestra nave 
se mece en el agua teñida del puerto.

Ahora el hechizo ha concluido. 
Devuélvele su vida, 
mar que sólo sabes avanzar.

(Del libro ‘Praderas’)

La primera nieve

Como una niña, la tierra se va a dormir, 
o al menos así dice el cuento. 

Pero no estoy cansada, dice, 
y la madre responde: Puede que tú no estés cansada pero yo sí. 

Lo puedes ver en su rostro, todo el mundo puede. 
Así que la nieve debe caer, el sueño debe venir. 
Porque la madre está mortalmente harta de su vida 
y necesita silencio.

(del libro ‘Una vida de pueblo’)