La misión literaria de David Livingstone

Autor: Luis López Galán

Parece que para que un personaje histórico se convierta en una inspiración literaria deben siempre existir ciertos elementos: enigmas, hazañas épicas, emociones desbordadas. La vida de David Livingstone los tuvo todos y quizá por eso su leyenda continúa inspirando las letras de muchos autores que, como a mí me pasó en algún momento, sintieron la llamada del continente africano. Así, el alma del explorador revolotea por las primeras páginas de mi novela Los ojos de Jawara como lo ha hecho y lo seguirá haciendo en las de muchos otros escritores.

David Livingstone nació en el pueblo de Blantyre, en Escocia, y fue médico y misionero antes que explorador, autor de importantes informes en botánica o zoología y decidido a evangelizar el mundo. O al menos así era cuando aceptó una misión en China que, tras un traspiés de última hora, cambió el rumbo hacia África del Sur y sus intereses por los de la exploración. Así, se adentró en selvas y zonas inexploradas, desafiando los peligros que para un europeo suponía hacerlo entonces, y convirtiéndose en el primer hombre blanco en observar las Cataratas Victoria, que él nombró así en honor a su reina, y también en defender la abolición de la esclavitud. Tras su muerte, dejó su corazón en África de manera literal: enterrado en el poblado de Chitambo, hoy en Zambia, mientras que su cuerpo comenzó un épico viaje a hombros hasta Zanzíbar «en el interior del tronco de un myonga», como narra Félix J. Palma en El mapa del tiempo (Algaida, 2008), y de ahí en barco a Londres, donde fue enterrado en la Abadía de Westminster.

Siendo David Livingstone un tesoro nacional para el Reino Unido, una buena parte de las menciones que uno encuentra sobre el explorador en decenas de obras literarias son las derivadas del patriotismo británico o de la divulgación histórica. Así, H.G. Adams narró su infancia en su publicación de 1874 llamada El chico tejedor que se convirtió en misionero (H&S, 1874) y Paul Tournier en La novela de Londres (Robinbook, 2009) habla de él como «el niño mimado de la Royal Society por sus viajes y descubrimientos en África».

La más importante de todas las obras que giran alrededor de su figura es, no obstante, En busca del doctor Livingstone: viaje al centro de África (Planeta, 2004) de un Henry Morton Stanley que alimentó tanto la leyenda del misionero reconvertido en explorador como la suya propia. Stanley era corresponsal del New York Herald en Madrid cuando recibió el encargo por parte del periódico de salir en busca de David Livingstone, que llevaba tiempo sin dar señales de vida en algún lugar remoto del continente africano. Este viaje dio sus frutos y Stanley, nada más lograr su objetivo, pronunció la famosa frase: «Doctor Livingstone, supongo», que marcaría la vida de ambos para siempre y que sirvió además de inspiración para muchos otros autores y amantes del sueño de África en los años venideros, como le ocurrió a Lennart Hagerfors en su novela Las ballenas del lago Tanganica (Circe, 1992), en la que se mete en la piel de un marinero imaginario que participa en la expedición en busca del misionero.

Las palabras de D. Livingstone abren la novela Los ojos de Jawara de Luis López Galán

Los ojos de Jawara de Luis López Galán extiende por las páginas de El sueño del celta (Alfaguara, 2010) de Mario Vargas Llosa, que sigue la vida de Roger Casement antes de entregarse a la causa del nacionalismo irlandés, cuando pasó años al lado de Stanley en la colonización del Congo por parte de Bélgica. El lado más tenebroso del que fuera corresponsal en Madrid se entremezcla, siempre con la maestría de Vargas Llosa, con las apariciones de otros personajes como Joseph Conrad, cuya novela En el corazón de las tinieblas (Sexto Piso, 2010) es, con toda probabilidad, el relato más brutal de la conquista africana.

En Sarah, uno de los relatos cortos que conforman el
libro Las esquinas rotas (S.A., 2018) de Joaquín M. Barrero,
se narra la ruta de un hombre haciendo autostop de Madrid
a París que se encuentra durante el trayecto, al norte del
Garona, con una joven de Nottingham llamada, claro, Sarah.
Conversando con ella sobre Robin Hood y otras leyendas, la
joven se interesa por el tiempo pasado en África del hombre,
y el autor se aprovecha de la charla para mencionar al
escritor inglés P.C. Wren y, claro, a su compatriota, David Livingstone, que explorara «las cataratas Zambeze en la selva profunda». Livingstone y su presencia continua en la mente del viajero.

Los enigmas que el explorador dejó sin resolver y todavía hoy se meten en la cabeza de muchos autores, sus hazañas legendarias en el interior de África y las emociones descomedidas en sus actos contra la esclavitud le convirtieron en un héroe literario. David Livingstone continuará fascinando a románticos que, como yo, soñaron alguna vez con dejar su nombre marcado en un mapa.