Francisco Javier Irazoki, El contador de gotas

«Llueve y cuento las gotas de los días vividos (…)

Lentamente me apago en la silla de ruedas que empujo».

En sus orígenes, Francisco Javier Irazoki (Lesaka, 1954) formó parte del grupo surrealista CLOC, y su escritura mantiene la querencia por las imágenes sorprendentes, que a menudo cristalizan en símbolos. Hace varios libros que se siente más cómodo escribiendo sus poemas en prosa. Con frases tajantes, engañosamente sencillas y un punto naïfs, este navarro recriado en Francia hurga en su pasado sin hacer concesiones:

«éramos menos tristes en un lugar sin belleza».

Recorre las veladuras de unos tiempos que dejaron heridas:

«Todavía resiste en la memoria un fuego que rueda por una pendiente. El otoño incendia plantas y deja el suelo ensangrentado».

Hay en El contador de gotas algo de balance emocional de sesenta años de vida, y al mismo tiempo de búsqueda de la propia identidad. El poeta arrima su soledad a la sombra de personajes como el Blas de Otero que

«escribe frente a un paisaje de raíles, ortigales, niebla y barracones».

Solo los ha conocido leyéndolos:

«nunca vi a Julio Ramón Ribeyro, pero he hablado con él ante unos árboles».

No obstante los reencuentra en descampados o lugares inhóspitos

«hemos visto las astillas de Verlaine en un carro de la compra que empuja un vagabundo».

Finalmente se mezclan con las mil identidades que todos tenemos y que Irazoki prefiere llamar «Pasajeros». Al menos una de ellas sigue luchando:

«en las galerías que contengo se ha instalado un testigo. No admite compañía y apenas duerme. Ronda las calles, desciende a las minas, inspecciona mis cavernas. A partir de esta mañana, tengo una cita diaria con la conciencia, único cazador que me apunta con su arma».

La conciencia le conmina a desmarcarse de la masa, a no permitir que la masa decida por él. Es el tema central del libro: «En pleno siglo XXI aún existe una cárcel que sigue de moda: la identidad colectiva». Usa como divisa una cita de Ramón Eder: «Sin compasión no hay cordura». Y cerca del final, acaba deseando y sentenciando «que el perdón sea más fuerte que la herida».

Reseñado por Arturo Tendero