El banquete celestial de Daniel Ray-Pollock

Un libro de relatos y una novela fueron suficientes para situar a Donald Ray Pollock como excelso heredero de los autores del gótico sureño, o, mejor, como eslabón inesperado y mordaz entre los clásicos del difuso género y sus renovadores. De hecho, en El diablo a todas horas, su otra novela, podíamos encontrar tanto la idea de redención de Flannery O’Connor como la violencia explícita de Cormac MacCarthy. Personajes como el niño inmerso en una religiosidad compulsiva que no entiende, el predicador alucinado y sin escrúpulos, o los fenómenos de feria, aparecían allí caricaturizados junto a otros de más reciente inclusión en el canon, como los asesinos en serie o los corruptos representantes del orden.

La transición entre ambas aproximaciones a la misma tradición literaria se hacía evidente en la parte final del texto, cuando Pollock, redoblando su tono cáustico, pasaba de recrear elementos característicos a sumergirse de lleno en un delirante thriller con soporte de road movie. Y por esos derroteros transita su segunda novela, El banquete celestial, un western escatológico, pero no ya en la acepción trascendente del término, sino en la que remite, con toda intención, a residuos menos espirituales.

Porque el texto supura inmundicia física y moral, aunque los vapores que de aquella se desprenden quedan suavizados por los aires de comedia que dominan la narración, y por la empatía que el autor muestra con los personajes más desesperados, abrumados por la miseria y el más negro de los futuros.

Como los hermanos Jewett, explotados por un sanguinario terrateniente, a los que su padre prometía un banquete celestial en el otro mundo como compensación a las penurias pasadas en este. A la muerte de su progenitor, los tres hermanos, el mayor y más sensato con poco más de veinte años, el siguiente con graves limitaciones intelectuales y el menor, un adolescente violento y cínico, deciden no esperar a la otra vida para saciar su hambre acumulada y resuelven atracar el banco más próximo. La torpeza de sus sucesivas incursiones delictivas no mermará, sin embargo, la leyenda que irá rodeándoles ni la recompensa a la que aspiran sus perseguidores.

Una segunda línea argumental la protagoniza la familia Fiddler, casi en la ruina después de haber perdido sus ahorros en una estafa y con un hijo adolescente holgazán y alcoholizado. Cuando este desaparece, su padre decide ir a buscarlo al pueblo donde el Ejército ha instalado un campamento de instrucción para reclutas que partirán hacia la Gran Guerra europea.

Como era previsible, ambas líneas acabarán convergiendo, y será otro marginado que huye de la justicia, el negro Sugar, quien comience a entrelazarlas, cruzándose sucesivamente con el padre, con los hermanos y con sus perseguidores. Todo un entramado, pues, de episodios delirantes teñidos de humor negro que van dejando al descubierto la miserable naturaleza de unos y la terrible ingenuidad de otros.

Especial atención sigue prestando Pollock a sus abundantes secundarios: todos tiene un nombre y una historia, aunque solo aparezcan en un par de párrafos. Algunos entran y salen de escena tras ser dibujados con someras pinceladas, las suficientes para hacernos cargo de sus fracasos, sus obsesiones y sus tristes destinos. Otros tienen un mayor recorrido, como el teniente apasionado admirador de la Antigüedad clásica, que acabará descubriendo sus preferencias sexuales tras un primer y desastroso encuentro; o el solitario limpiador de letrinas ascendido por el Consistorio a inspector sanitario. Pero también el proxeneta que pretende rentabilizar la presencia de reclutas, o su guardaespaldas, frustrado en sus aspiraciones de entrar en una orden religiosa. Personajes desorientados que se contraponen a los despiadados detentadores del poder local, a alguaciles y fiscales corruptos, e incluso, de nuevo, a un asesino en serie: una fauna grotesca representativa de todos los vicios y locuras de la América más profunda.

Por Rafael Martín

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