Mujer bajando una escalera de Schlink, Bernhard

El multifacético Marcel Duchamp (1887-1968) pintó un cuadro, Desnudo bajando una escalera, en el que trataba de plasmar la ilusión del movimiento mediante líneas y planos superpuestos en una figura asexuada, de perfil; posteriormente también Gerard Richter (Dresde, 1932) pintaría una versión muy diferente: Ema. Desnudo en una escalera, en este caso la figura es femenina, está pintada desde una perspectiva frontal, más estática y más realista. Schlink explica en una entrevista que “no fue Duchamp, sino el pintor Gerhard Richter, que trabajó sobre la obra de Duchamp y pudo seguir mostrando esa mujer que baja la escalera en forma real, diferente de cómo lo hace Duchamp. Hace muchos años vi por primera vez la pintura de Richter en un museo de Colonia (Alemania) y desde entonces tengo la postal en mi escritorio, y es realmente fantástica.”
Escrita en primera persona, la novela adopta el punto de vista de un tercero en discordia, podríamos decir. En la Art Gallery de Nueva Gales del Sur, ante la visión de un magnífico cuadro en el que se representa a una mujer bajando una escalera, un abogado alemán, viudo con hijos ya mayores, ve reaparecer su pasado a pasos agigantados. Vuelve la temática habitual de Schlink: las relaciones de pareja, las relaciones humanas en general, el valor de las cosas y el valor de la vida, la actitud ante la muerte.
Dividida en tres partes, tras dos capítulos en tiempo contemporáneo, realiza un largo flash back de veinte capítulos para retornar de nuevo al comienzo. Y ahí se desarrolla la parte más importante de la historia.
En torno a Irene se mueven, además del narrador, los otros dos personajes: su marido, Peter Gundlach y el pintor, Karl Schwind. Irene ha abandonado a Peter por Karl. El litigio surge porque Karl quiere recuperar su cuadro y Peter a Irene, su mujer. Pero ella parece pensar otra cosa. Buscan a un intermediario, un abogado joven de una prestigiosa firma…que es nuestro narrador, rendido bajo el encanto de Irene, que le llamará “mi caballero valiente”. Una vez que comprende que le ha cautivado, Irene le propone una jugada maestra: robar el cuadro y escapar con ella. Pero la realidad será distinta. El cuadro, como diría Hitchcock, es el MacGuffin: la excusa para contar todo lo demás.
Esta primera parte es, digamos, la explicación para que el lector comprenda mejor lo que va a ocurrir en la segunda y tercera parte del libro. Lo que comienza como una investigación con tintes de thriller -no en balde el autor tiene una serie de novelas policiacas-, se convierte en una historia de gran profundidad humana. El cuadro pierde el interés y la figura del narrador crece enormemente ante la Irene real. Del mismo modo que, en su libro El lector, el protagonista pierde el contacto con la mujer que admira y desea en su juventud, reencontrándola de nuevo en su edad madura, en esta novela también hay una pérdida y un reencuentro, muchos años después.
Mano a mano, el narrador hace repaso de su vida pasada, de lo que fue y de lo que podría haber sido si se hubiera unido a Irene. Ella misma le pide que deje volar su imaginación y le cuente. Así, se establece una relación madura, pausada, en la que ambos viven un tiempo de placidez y armonía, ya que no de felicidad. El entorno es paradisiaco, un tanto agreste y salvaje, pero suficientemente solitario para entablar una relación muy personal. El resultado es dramático, tanto en la naturaleza que les rodea como en la propia relación. Pero a pesar de todo, el libro deja una mezcla de amargor y dulzura, un sabor agridulce, que resulta placentero.
Por Fuensanta Niñirola