A pesar de haber recibido el premio Goncourt de Primera Novela, ‘Un hombre al margen’ no parece una obra primeriza, sino la expresión de una madurez literaria hasta ahora reprimida. Porque la sutileza psicológica de Alexandre Postel y la extrema precisión de su escritura, a la que no es ajena la traducción de María Teresa Gallego Urrutia, están aquí al servicio de un texto que, para atrapar al lector, apela a su juicio, provoca su indignación, conmueve su conciencia y estimula su reflexión.
Lo que Postel pone en cuestión es el carácter de una sociedad que recela de la autoexclusión de aquellos que no se sienten cómodos en ella, que no participan en sus ritos, una rígida colectividad que no duda en encontrar correlación entre esa actitud y las desviaciones más estigmatizadas, como el nefando pecado del uso de pornografía infantil. Ese es el vicio que se le atribuye a Damien North, tímido profesor universitario aislado desde la muerte de su pareja, y al que, ajeno a todo, se le encuentran en su ordenador centenares de archivos inculpatorios.
A partir de aquí, la insensibilidad de una prensa depredadora, el trabajo rutinario de la policía y del sistema judicial al completo, y la defección de sus allegados al no cuestionar su culpabilidad, conducirán a Damien a un destino inexorable. Paralelamente, las condenas de los internautas se mezclan con opiniones que resaltan la hipocresía de algunos o que defienden el uso privado de las perversiones. Y conforme va tomando conciencia de su situación, de su desvalimiento, Damien comprende la necesidad de situarse en la posición del sospechoso, de asumir íntima y provisionalmente la culpa para mejor elaborar la estrategia de defensa, un recurso que no deja de entrañar sus peligros.
Postel se pregunta, además, sobre la confusa relación entre verdad e ilusión, haciendo afirmar a su personaje que “entre lo falso y lo verdadero hay un espacio que es el de la apariencia de lo verdadero. Es el espacio de la impostura, de la seducción, de la opinión, y también de la necedad. La apariencia de lo verdadero es la pesadilla de la verdad”. Y como ilustración de esas elucubraciones encontramos en su cuaderno de notas una referencia a la persistencia retiniana, esa inercia del ojo humano para dar continuidad visual a un objeto que ya no está, y que permite, por ejemplo, ver enjaulado a un pájaro al girar rápidamente un círculo plano en cuyas caras separadas se encuentran la cárcel y el reo. Es gracias a un fenómeno parecido que la imagen del abuelo de Damien, largamente admirado como héroe nacional, no se deteriora ante posibles sospechas de traición, pero también que no resulte fácil librarse de una condena cuando se ha asumido unánimemente su justicia.
A esa angustiosa imagen de soledad extrema del protagonista hay que añadir la perturbadora descripción del proyecto Tiresias, ideado para detectar la posibilidad de reincidencia en agresores sexuales, perturbadora porque advertimos que las estrategias del inocente para convencer a sus evaluadores, se parecen peligrosamente a los manejos del culpable para ocultar su peligrosidad.
Un texto, como ven, que nos invita a la reflexión sin por ello ralentizar el desarrollo del relato, sustentado por un estilo elegante y claro, y en el que su autor se plantea, entre otras cosas, un problema de actualidad: “una persona que lo desee ¿tiene la posibilidad de ocultar su vida en una sociedad como la nuestra?”. Puede, pero quizás el precio que haya que pagar sea el de la sospecha y la marginación.