Ejemplos ha habido a lo largo de la historia –los mejores ejemplos, a la postre, de quienes quisieron y supieron transmitir la idea de viaje en el ser humano- que, sintiéndose alejados de los hábitos propios que les rodeaban, ya fuesen éstos familia, ciudad, amores perdidos… hicieron un hatillo con escaso contenido y se echaron al camino.
Pasa por ser un referente ejemplar el caso del inglés Fermor, quien, a los 18 años, con escasos recursos salvo el de su voluntad, salió de su casa en Londres, a pié, y llegó andando a Estambul. Algo similar fue la desaparición momentánea de Chatwin, quien, desde la misma ciudad, dejó un día su trabajo bien remunerado para ir a ‘sentir’ la tierra patagónica.
También nuestro autor, este exquisito revelador de noticias y matices del viaje (de tierras y gentes distintas) quien, siendo joven en Nueva York y sintiéndose descontento, tomó el camino de Europa sin billete de vuelta. En África con Tánger como centro, al fin, había recalar, si bien su curiosidad siempre la constituyó todo lo distinto, lo ajeno, allí donde habita el conocimiento y la curiosidad.
Hoy, a través de su prosa exquisita, medida, expresiva y musical, podemos conocer mejor sus vivencias gracias a la edición de este ‘Desafío a la identidad’ (¡qué título tan preciso para un viajero!) donde se recogen textos distintos de sus andanzas por el mundo desde 1950 a a 1993.
Lo grato de este libro es que no solo ‘muestra’ al lector eso otro distinto que seduce, sino que también ‘enseña’ lo mostrado como algo en lo que se ha de reparar, como una forma de filosofía: “nos has pintado como animales –le dice un nativo, recriminándole- Has dicho que sólo unos pocos sabemos leer y escribir.
-¿No es cierto?
-¡Por supuesto que no! Todos sabemos leer y escribir, igual que tú. Y lo haríamos, si nos hubiesen dado clases!” Y, habiendo consultado la sorpresa de tal respuesta, hubo de escuchar: “Tiene toda la razón. La verdad no es lo que percibimos con los sentidos, corporales, sino lo que sentimos con el corazón” Una hermosa lección.
Se rechaza, en ello, el viajero amordazado por su supuesta cultura superior. ¿Es que cada hombre, hállese donde se hallare, no vale tanto como otro en razón de sus creencias, de su sentir cultural?
Una enseñanza sencilla, estrictamente humana, hubo de aceptar el viajero, también, cuando, luego de interpelar a un niño budista acerca de algunas definiciones comunes, éste le respondió: “Conozco sastre y conozco abogado, pero por favor, señor, ¿qué quiere decir ser?”
Paul Theroux, otro gran viajero, prologa este libro donde, entre otras enseñanzas, se podría deducir que ‘el que viaja humildemente, siempre aprenderá’