Quien conozca la obra de Georges Perec sabrá de su inclinación a jugar. Con la literatura y con el lenguaje. Sabrá que fue capaz de construir un palíndromo de 1352 palabras, o de escribir una novela de la que se excluye la vocal más usada en su idioma, y otra donde solo se usa dicha vocal. Quizás se haya adentrado a salto de caballo en las distintas viviendas de un inmueble parisino para descubrir que algo no encaja, que hay un error en una pieza del puzle, o puede que sepa de la existencia de un texto del que se han servido famosos autores para sus propias obras.
Pero además de la apuesta por las constricciones formales como potenciadoras de la creatividad, en este gusto por el juego se detecta cierto distanciamiento del objeto literario que deviene en una visión irónica del mismo. Es como si se quisiera resaltar el carácter de instrumento de fabricación humana que tiene el lenguaje, y que lo hace sensible a la paradoja y el exceso. Una herramienta tan exclusiva de nuestra especie como el razonamiento matemático, y tan expuesta como este a la hábil manipulación de un buen prestidigitador. Aunque no todo es juego. El mismo Perec reconoce en sus textos, además de la lúdica, otras formas de interrogar la realidad: sociológica, autobiográfica y narrativa, maneras que antes de excluirse se complementan.
El Condotiero es una novela de juventud escrita durante la estancia de Perec en el servicio militar al final de los 50 pero rechazada por los editores, y aunque no presenta arriesgadas propuestas, sí permite comprobar la temprana aparición de alguna de sus obsesiones recurrentes o de algún personaje emblemático. Y es que en ella nos enfrenta Perec, por primera vez, con el tema de la falsificación y la impostura cuya sombra se extenderá hasta alcanzar su último trabajo: El gabinete de un aficionado. Además, el nombre del protagonista, Gaspard Winckler no es otro que el del creador de puzles de La vida instrucciones de uso, con el que comparte el peso de la opresiva servidumbre que le impone aquel para el que trabaja, así como el acto de liberación del mismo mediante una necesaria e higiénica venganza.
Winckler es aquí un falsificador profesional que imita el estilo inconfundible de los maestros para crear nuevos cuadros que puedan atribuirse, sin asomo de duda, a los mismos. Pero el sentimiento de explotación por un lado y de fracaso y pérdida de identidad por otro, le llevan a rebelarse identificando al jefe de la organización como el obstáculo principal a eliminar, y conduciendo a una huida que es en realidad una búsqueda de sí mismo.
Aunque quizás ocultar sus capacidades tras la actividad de falsificador no deje de ser un acto de cobardía, la misma que le conduce a sus fracasos sentimentales, y que convierte su propia vida en otra falsificación, porque “ser falsario quiere decir tomar todo de los demás y no dar nada de ti”.
Y por eso su acto de afirmación es intentar trasladar al cuadro en el que trabaja, inspirado por ‘El condotiero’ de Antonello da Messina, algo del arte que atesora, intención frustrada al no poder evitar, como en la obra de Wilde, proyectar sobre el lienzo su crispación y su angustia.
Estamos, pues, ante un texto cargado de simbolismo, que, además de movilizar a los incondicionales del autor, conseguirá recrear en el lector esa refrescante sensación que acompaña a cualquier proceso liberador, así como abundar en la necesidad de saldar cuentas con todo pasado que suponga un lastre en la búsqueda de una identidad propia.
Y para terminar, una imagen a la que recurre Perec a través de su personaje: la del escalador que llegando a la cumbre de la montaña nevada es alcanzado por los rayos del sol y observa exultante el paisaje al otro lado. Imagen que retoma en un párrafo final para recordarnos que “En ese más allá accesible yacen tu tiempo y tu esperanza, tu certeza y tu experiencia, tu lucidez y tu victoria”.